Calado hasta los huesos

Calado hasta los huesos
Sergio De Dios González

Escrito y verificado por el psicólogo Sergio De Dios González.

Última actualización: 31 enero, 2015

 

Llueve y estoy calado hasta los huesos. El agua ha traspasado todas mis capas. Es como si caminara desnudo en una de esas noches en las que el suelo resbala. Pero no siento el frío ni piso con cuidado. Si me caigo me puedo hacer daño, pero también me puedo reír de lo raras que se ven las cosas cuando estás de pie y la altura te afecta silenciosamente.

Se me ocurre pensar en el miedo que me daba la oscuridad cuando era un crío y me doy cuenta de que los temores no han cambiado. Al menos la mayoría. Detrás de ellos no hay nada más que una tela negra sin demasiada creatividad.

Pienso en los sueños que he dejado atrás y me hago una pregunta digna de estar detrás del miedo. ¿Siento haberlos abandonado? Elijo subir por las escaleras y pienso que cada escalón puede ser una de esas ilusiones y las más importantes dos. Cuando llego al segundo me quedo quieto y me doy cuenta de que acabo de imponerme un orden, por primera vez, para repasar mi vida.

Al mismo tiempo, caigo en que si sigo con el orden nunca llegaré a casa, porque en todas las paradas lo de menos van a ser los hechos, sino los pensamientos y los sentimientos. Además, son ilusiones descartadas, fuentes con un regusto amargo. En realidad, mientras lo pienso pongo cara de estar comiendo un limón, creo. A lo amargo no le pongo cara, a la amargura sí, pero en ese momento no me apetece.

 

Lluvia

 

El agua ha penetrado hasta tal punto que ahora sí siento frío. A parte de desnudo, desprotegido. Me imagino el calor del hogar pero no quiero dejar la tarea que me he auto-impuesto a medias. Tengo que encontrar una solución, sino eso sí que sería un fracaso.

Lo que menos necesito ahora es otro escalón, aunque me pare en él una infinitésima parte que en éste. En ese momento, me doy cuenta de que la única luz que hay encendida en el portal es la que señala tímidamente el botón del ascensor.

Se me ocurre una solución. Tan lógica que no sé por qué he tardado tanto en alcanzarla. Bajar dos escalones y volver atrás como si la escalera no existiera y tuviera derecho a llegar a casa sin torturarme.

Pulso el botón y espero. Se abre la puerta y sigo esperando. Escucho el ruido de unos pasos y siento un escalofrío. Son unos tacones y la chica en la que pienso. Miro de reojo el primer escalón. Ella me saluda, yo la saludo. Ella mira al botón apagado y yo a un punto del suelo en el que se juntan dos baldosas. Dibujan un camino tan recto como irreal.

Estoy a punto de decir en alto que están muy viejas. De hecho lo digo en bajo, porque soy un torpe. Un torpe de mil demonios. Pero ella no me escucha. El ascensor llega y abro la puerta, la invito a pasar como un buen vecino. Cuando se cierra y empezamos a subir dejo de tener frío y la invito a cenar como ella quiera.

Ahora, las escaleras siguen ahí y el botón del ascensor está apagado. Ya no necesito ese guiño del destino, porque la próxima vez no tardaré nada en subirlas y el frío no llegará, ni siquiera, a tocar mi piel.


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