Aprendizaje latente: aprender de manera inconsciente

El aprendizaje latente define esas situaciones en las que integramos nuevos conocimientos por mera observación, pero sin existir una motivación o voluntad consciente para ello. 
Aprendizaje latente: aprender de manera inconsciente
Valeria Sabater

Escrito y verificado por la psicóloga Valeria Sabater.

Última actualización: 22 mayo, 2021

¿Alguna vez has tenido la sensación de que has aprendido algo sin darte cuenta? No es magia ni una suerte de sortilegio cognitivo. El aprendizaje latente define esas situaciones en las que asentamos conocimientos de manera inconsciente y sin necesidad de refuerzos. Este es un proceso que desarrollan los animales y también los humanos a través de la observación.

Imaginemos que hacemos durante dos semanas un mismo trayecto en coche junto a un amigo yendo a un lugar nuevo de trabajo. Más tarde, cuando cogemos nosotros mismos el automóvil somos capaces de seguir la misma ruta sin necesidad de GPS.

Pensemos también en ese niño que pasa sus primeros años observando los modales de sus padres cuando están en la mesa comiendo. Tarde o temprano, ese pequeño adquirirá esos mismos hábitos y esos mismos gestos.

No siempre hace falta que nos digan cómo se hace algo. Tampoco es necesario que nos den recompensas o que nos motiven para adquirir una conducta determinada. Muchas veces integramos conocimientos y conductas por mera exposición al entorno que nos envuelve.

Comprender el modo en que aprende el cerebro es un tema más que interesante.

A veces, el aprendizaje solo se hace evidente cuando necesitamos utilizarlo. Cada uno de nosotros disponemos de un arcón oculto de conocimientos adquiridos en nuestro entorno que solo aplicaremos llegado el momento.

Niño con su madre para representar el aprendizaje latente

¿Qué es el aprendizaje latente?

El aprendizaje latente define el conocimiento que el inconsciente asienta sin necesidad de recompensas externas. Lo llamativo de este tipo de competencia es que uno ni siquiera sabe que ha aprendido algo determinado hasta que surge el momento adecuado y la demanda concreta para evidenciar ese conocimiento integrado.

Pongamos un ejemplo. Hemos visto a nuestros padres preparar una receta durante buena parte de nuestra infancia y adolescencia. Un día, cuando nos quedamos solos en casa, acabamos preparando a la perfección ese mismo plato.

El aprendizaje latente aflora no de manera inmediata, sino cuando el sujeto ve necesario aplicar esa información que ha ido adquiriendo.

Llegados a este punto, más de uno puede pensar: ¿no es esto un tipo de aprendizaje social? ¿No es así como integramos información nueva y comportamientos, limitándonos a ver (imitar) cómo lo hacen otros? En realidad, hay matices interesantes que lo hacen único. Profundizamos en ello.

La persona no tiene intención de adquirir conocimiento

Este concepto fue acuñado por Edward C. Tolman a principios del siglo XX. Desarrolló esta teoría después de descubrir en su laboratorio cómo las ratas aprendían a recorrer complejos laberintos sin necesidad de recompensa alguna. A veces, les bastaba con estar un solo día en un laberinto para volver unas semanas después a él y recorrerlo sin cometer errores y sin necesitar refuerzo alguno.

Esto pudo extrapolarse más tarde al campo humano para demostrar una serie de dimensiones:

  • Muchas veces las personas no tenemos intención ni voluntad para aprender algo. Nos limitamos a interaccionar en nuestros medios cotidianos con normalidad. Hablamos con unos y otros, miramos la tele, las redes sociales, atendemos a lo que nos rodea, a lo que hacen unos y a lo que hacen los otros.
  • Nadie nos enseña cosas concretas, pero el cerebro aprende aspectos muy determinados. Esos aprendizajes se pondrán en práctica llegado el momento y si es necesario. Es un aprendizaje latente que podemos demostrar o no.

El aprendizaje latente en niños

Sabemos ya que el aprendizaje latente surge tras esa retención de determinados datos por parte del subconsciente sin refuerzo ni motivación. Esto resulta interesante por un hecho evidente: casi siempre damos por sentado que los niños aprenden más siempre que hay algún tipo de recompensa. Aunque sea el clásico refuerzo verbal de “lo has hecho muy bien”.

Después de que Edward C. Tolman enunciara su teoría, no faltaron las investigaciones para comprender de qué manera se manifestaba esta competencia en los más pequeños.

Así, trabajos como los realizados en los años 50 por el doctor Harold W. Stevenson, demostraron que los niños evidenciaban aprendizajes latentes y que estos eran más significativos a medida que crecían.

Por tanto, todo aquello que ven, que oyen, que les rodea y que forma parte su vida cotidiana se integra en su mente de manera silenciosa e involuntaria. En un momento dado, pueden aplicar lo que han aprendido inconscientemente —sea bueno o malo—.

chica con cerebro para representar el aprendizaje latente

No necesitamos incentivos para aprender, no siempre necesitamos dopamina

A la hora de comprender cómo asienta el conocimiento el cerebro, siempre hablamos de los mecanismos de la dopamina. Este neurotransmisor orquesta la motivación para aprender y, también, la integración de esa información nueva. Ahora bien, el aprendizaje latente abre una curiosa excepción.

No siempre experimentamos motivación cuando asentamos conocimientos ni es necesario un incremento de dopamina en ese proceso. El cerebro es un órgano social que necesita observar e integrar datos para sobrevivir. Lo hace de manera automática y eso significa que siempre está registrando datos y estímulos sin que nos demos cuenta.

Solo necesitamos que se suceda una situación concreta, para poner en práctica ese conocimiento soterrado que no sabemos que tenemos. No es magia, es neurociencia. No obstante, el aprendizaje latente no se da en situaciones muy concretas: cuando bebemos alcohol o experimentamos un elevado estrés. En estas condiciones, la mente no está receptiva para procesar lo que la envuelve.


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  •  Stevenson, Harold W. (1 January 1954). "Latent learning in children". Journal of Experimental Psychology. 47 (1): 17–21. doi:10.1037/h0060086
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