Las consecuencias de nuestros juicios
En ocasiones, las comunidades de vecinos son un ejemplo de la vida misma. Un pequeño microcosmos cercano donde se desarrollan a pequeña escala, todos estos procesos tan habituales entre las personas. Se establecen amistades, desavenencias, críticas, cadenas de favores, rumores y en esencia, esa cotidianidad tan a fin que todos conocemos.
Piénsalo durante un momento. Cuando llega un vecino nuevo a la comunidad, a la urbanización o a tu finca en la calle donde vives, sueles observarles durante un tiempo. De modo discreto y sin dar excesiva importancia. Día a día vas obteniendo tu propia información hasta que, finalmente, emites un juicio de valor. Son personas responsables. O es una familia cerrada y con problemas de pareja. No educan bien a sus hijos o los malcrían demasiado. Puedes llegar a estas conclusiones sin tan solo haber tenido tratos con ellos. Dejamos caer juicios de valores con tanta facilidad que ni siquiera nos llegamos a cuestionar a nosotros mismos. ¿Por qué lo hacemos?
Ahora piensa, por ejemplo, en todas esas veces que han emitido un juicio de valor sobre ti, y recuerda cómo te has sentido. En la mayoría de estas ocasiones siempre nos han hecho sentir incómodos. A nadie le gusta ser juzgado ni aún menos etiquetado con un término. Pero veámoslo con más detalle.
¿Por qué emitimos juicios de valor?
Las personas necesitamos obtener información de todo lo que nos rodea para tener una mínima sensación de control. El cerebro recoge pequeños datos de todo aquello que nos envuelve y va clasificando dicha información en categorías. Normalmente los juicios de valor están íntimamente asociados a nuestros valores y a nuestra personalidad.
Si tú, por ejemplo, eres una persona que ama a los animales verás de modo negativo a ese vecino al que le incomoda tropezarse con tu perro, al que evita y al que increpa cada vez que lo oye ladrar. Si en tu escala de valores no se incluye el amor por las mascotas, por ejemplo, tu juicio de valor hacia esa persona en sí será algo diferente y sin duda, más suavizado. Es decir, emitimos juicios de acuerdo a nuestros principios personales, nuestros valores y también, a una escala de emociones.
En 1994, Hamilton y Sherman, definieron los juicios de valor como “estructuras cognitivas que incluyen nuestro conocimiento, creencias y expectativas sobre los grupos sociales y sus miembros“. En 1995, el equipo de Fazio, añadió a esta descripción que los juicios de valor llevan asociados en muchas ocasiones sentimientos y emociones.
Margarita del Olmo, en su artículo “Prejuicios y estereotipos: un replanteamiento de uso y utilidad como mecanismos sociales”, asegura que, los prejuicios o juicios de valor “más que describir a los otros, lo que hacen es describir nuestra relación con ellos, subrayando aquellos aspectos que más nos distinguen a los unos de los otros”.
Juicios dicotómicos
Un dato a tener en cuenta es que la mayoría de las veces los juicios de valor son exclusivamente dicotómicos, es decir, los establecemos de acuerdo a los dos polos de un mismo adjetivo: bueno-malo, responsable-irresponsable, digno de confianza- persona poco grata, cercano-frío, sincero-mentiroso, prudente-imprudente…
Son adjetivos que emitimos de acuerdo a las sensaciones que nos provoca la persona en sí, de ahí que tenga tanto peso el tema de las emociones y los valores. Porque básicamente, son dimensiones casi inconscientes que tienen que ver con nuestra propia personalidad.
Si tuviéramos que emitir un juicio de valor de modo objetivo, necesitaríamos datos e innumerables variables. Pero la vida cotidiana no es un laboratorio. La vida discurre deprisa y nosotros necesitamos juicios de valor rápidos para determinar si alguien nos gusta o no. Si podemos o no podemos confiar en una determinada persona de acuerdo a “dichas sensaciones”.
¿Debemos expresar en voz alta nuestros juicios de valor?
Pongamos otro sencillo ejemplo. Imagina que tienes un compañero de trabajo muy especial. Una persona que expresa continuamente aquello que se le pasa por la cabeza con total sinceridad y frialdad. Se queja de lo incómoda que es la silla, del sobrepeso de su jefe, de lo fea que es la secretaria, de lo inútil que resulta el administrativo, de los ordenadores de la oficina, que son tan lentos…
Se queja de su familia, de su trabajo, te etiqueta de cotilla y al mismo tiempo, se considera la persona más incomprendida del mundo. ¿Cómo crees que puede resultar trabajar con una persona con este perfil? ¿Con una persona que, efectivamente, pone en voz alta todos sus juicios de valor?
No se trata de ser sinceros. Se trata de mantener un límite y respetar el equilibrio. Los juicios de valor expresados en voz alta casi siempre son dolorosos. Antes de emitirlos, hemos de recordar que todos “somos carne sensible” y que van a tener unas consecuencias emocionales para la persona en sí. Porque la mayoría de las veces un juicio de valor expresado en voz alta es una etiqueta que otorgamos a alguien. Es, tal vez, juzgar sin saberlo todo de esa persona en sí, y es algo que no podemos hacer con ligereza.
Más aceptación y menos prejuicios
El mejor modo de mantener el respeto y el equilibrio personal con los otros, es aceptar a los demás tal y como son: sin juzgar. Ahora bien, todos sabemos que hay aspectos objetivamente inaceptables ante los cuales deberíamos reaccionar: la intolerancia, el racismo, la violencia… ahí donde sí caben juicios de valor unánimes para defender lo que todos concebimos como valores y derechos universales.
Pero en lo que respecta al día a día, merece la pena ser cautos. No juzgues a ese vecino por su modo de vestir, tal vez el día de mañana se convierta en uno de tus mejores amigos. No juzgues a la ligereza y piensa en que tampoco a ti, te gusta ser juzgado. Aunque evidentemente, es algo que hemos hecho siempre y que haremos a cada momento casi sin darnos cuenta…
Cortesía imagen:Alla Vereshchagina.