3 enseñanzas que los años relegan al cajón del olvido
El olvido es un curioso fenómeno. Muchas veces anárquico, caprichoso y casi siempre fiel al repaso, como bien aprendimos en nuestra etapa de estudiantes. También fiel a aquellos recuerdos que guardamos en nuestra memoria con emoción. Pueden ser el recuerdo de una vez, de la primera que nos llevaron al circo, o de varias, esas historias que nos contaban con cariño y paciencia antes de dormir. Porque no hay nada que llame de manera más hermosa a los sueños que una buena historia.
El tiempo pasa y nuestros abuelos miran con preocupación, no exenta de alegría, nuestra amenaza de rozar el marco superior de la puerta. Nos ven pequeños, pero al mismo tiempo nos imaginan gigantes. Así buscan por toda la casa ese lápiz que pinte en la pared la prueba de que hoy somos un poquito más altos que ayer.
En nuestro camino hacia el cielo aprendemos que la paciencia suele tener más premio que el impulso. Que la vida puede ser muy bonita, pero que también guarda sorpresas detrás de cada esquina. Vemos como el cielo se nubla, llueve y vuelve a salir el sol. Apreciamos como la naturaleza es una cuestión de ciclos y que muchos de los procesos por los que pasamos también lo son. Descubrimos que los reyes no existen, que son lo padres, y que los padres fallan y se equivocan, pero que rara vez encontraremos algo tan perfecto como su manera de querernos.
Pero no solo aprendemos, sino que también comenzamos a olvidar ideas importantes. Así, si os parece, vamos a indagar un poco en este baúl del olvido. ¡A ver qué encontramos!
Nos olvidamos de negociar
Los niños son unos negociadores estupendos. Ya lo creo que sí. Para ellos la negación es el principio de la negociación. Son tercos, tenaces y creen en sus posibilidades. Además, saben que cuentan con muchas armas. La primera es la de pedir lo que quieren en el momento adecuado: cuando los padres están contentos y son más flexibles, cuando los padres están cansados y su resistencia es menor o cuando sus padres están atendiendo un asunto importante y su prioridad va a ser cerrar la negociación.
La segunda es la de insistir. ¿Me dices que no? Pues te pongo la mayor carita de niño bueno que hayas visto. ¿Me sigues diciendo que no? Seguro que no has visto bien la carita que te he puesto. ¡Mira! ¿Seguimos con esas ehhh? Pues entonces es hora de hacer una oferta. Si me lo das ahora, prometo que me voy a portar bien todo el día. ¿Nada? Pues verás tú, aquí me quedo, parado, en medio de la calle, hasta que tratemos este asunto con la seriedad que merece.
Bien, ya te empiezas a poner nervioso. Esta situación no te gusta. Pues que sepas que a mí tampoco me gusta no tener lo que quiero. Si intentas tirar de mí, me resisto utilizando estrategias que tú no vas a usar, como tirarme al suelo. Ya estas muy nervioso porque todo el mundo nos mira. Vale, vale, si me amenazas con nos salir esta tarde al parque ya me levanto. Pero antes, escucha, ahora no me das eso que quiero, pero esta tarde, ¿me prometes que sí, verdad? Junto a carita de niño bueno, claro.
Los adultos solemos perder esta inclinación natural a insistir, especialmente cuando la negativa nos la dan otras personas y no la realidad. Unas veces el miedo y otras veces la comodidad nos ponen la zancadilla para que nos conformemos con la respuesta que ya tenemos, mandando al deseo al cajón del olvido.
Nos olvidamos de preguntar cuando no sabemos algo
A medida que crecemos nos vamos formando una imagen de nosotros mismos. No sabemos con certeza cómo nos ven los demás, pero sí podemos llegar a intuirlo. Por otro lado, hay ciertos atributos que no nos gustaría incluir en esta imagen que proyectamos. Mentirosos, nosotros no. Manipuladores, nosotros no. Orgullosos, nosotros no. Ignorantes, por supuesto, tampoco. O al menos no más ignorantes que los demás.
Y es que si en el momento en el que vivimos la actitud parece ese factor multiplicador de el conocimiento y el apoyo social, hubo un pasado no muy lejano en el que la cantidad de conocimientos era lo que más contaba, por ejemplo, para una empresa a la hora de contratarnos. Así, parecer ignorantes no era una buena idea.
¿Qué hacen los niños? Preguntan, preguntan y preguntan. Sea el tema delicado, interesante o trivial. Ellos quieren saber cómo, por qué, para qué, dónde está el origen o qué consecuencias tendrá. Asumen, igual que nosotros en el fondo, que no saben mucho, pero a diferencia de nosotros no entienden cómo puede enturbiar su imagen el hecho de preguntar. Para ellos, antes que parecer está la fascinación por el conocimiento. Una fascinación que los adultos solemos mandar al cajón del olvido
Nos olvidamos de decir lo que pensamos
Son las nueve. Estamos a punto de llegar y las piernas nos tiemblan un poco. ¿Cómo serán? ¿Les caeré bien? Tenía que haberme puesto menos ropa. Respira. Uno, dos, tres…
La puerta se abre y la madre de la novia abre la puerta. Nos sonríe, sonreímos. Nos invita a pasar e intentamos no tropezar con el felpudo. Algunas preguntas de cortesía y antes de que nos enteremos, previo paso por alguna que otra torpeza, nos vemos delante de un plato que no nos gusta. Pero… no nos gusta nada de nada. Sin embargo, a ver quién dice que no, cuando es “la especialidad de la casa”. Eso que le queda muy muy bueno a la cocinera. Cerramos los ojos y nos los comemos.
Segunda visita, repetimos situación. Esta vez la ración es doble. Y como esta se dan múltiples situaciones en la vida en las que pasamos realmente malos ratos por no parecer descorteses. Por miedo a ofender.
Un niño difícilmente aguanta con una situación que no le gusta nada, difícilmente relega lo que piensa al cajón del olvido. La evolución natural de este niño en la vida adulta sería expresar esto mismo, pero con un mayor auto-control -posible gracias a la evolución de la corteza frontal y a la asimilación de determinadas normas sociales-, es decir, vigilando por no ofender a nadie.
Nos olvidamos de buscar nuevas experiencias
Si por algo se caracteriza la infancia es por ser la época de los descubrimientos. La primera vez que tiramos un objeto al suelo y observamos lo que sucede a continuación, la primera vez que andamos solos o la primera vez que nos quedamos a dormir en casa de un amigo sin la vigilancia de nuestros padres.
Esas primeras veces no solo traen la emoción de vivirlas, sino que también alimentan la imaginación al fantasear antes de que se produzcan. Rara vez veremos como un niño desaprovecha la oportunidad de probar porque está cansado. Su curiosidad es mucho más poderosa de lo que lo puede ser la comodidad de quedarse en lo que ya conocen. Además, es cierto que les asustan los cambios, pero también es cierto que los viven con pasión y que en raras ocasiones se ponen en lo peor.
El valioso baúl del olvido
En este sentido, también olvidamos que para lo bueno es mejor hoy que mañana. Esta es una idea que solemos recordar de golpe cuando la conciencia de la finitud de la vida nos golpea en la cara. Lo vemos en las personas que han estado a punto de morir: vemos cómo se vuelven muy niños en este sentido. Recuperan esa urgencia no solo por las obligaciones, sino también para los sueños.
Además, podemos decir que los niños son buenos hablando abiertamente de lo que admiran en los demás. No les preocupa reconocer que no son capaces de hacer algo o de declarar que alguien lo hace mejor que ellos. Eso sí, anticipando su crecimiento y diciendo que ellos en el futuro también mejorarán su desempeño. Finalmente, podemos decir que la mayoría de los niños tienen una fe inagotable en sus posibilidades. No encuentran razones para dejar de pensar que pueden convertirse en quienes admiran ni para renunciar a aquello que desean.