El pueblo colonizado y la mujer maltratada
Un pueblo colonizado y una mujer maltratada en el fondo han sido sometidos a la misma acción: la ocupación de un territorio sin haber sido autorizados para ello. Guardan en común la vulneración sistemática de su capacidad para decidir. La vulneración de su autonomía respecto a su propio destino, libre antes de que cualquier agente externo viniera a descubrir lo que era mejor para ellos, sin conocer su geografía, su historia o su voluntad.
La historia de un pueblo colonizado y una mujer maltratada es la historia en común de dos entidades, una a nivel social y otra individual. Buscan librarse de su opresión, pero encuentran en ella también muchas de sus aparentes fortalezas por el mero de hecho de que las propias han sido arrancadas.
El opresor, sea un conquistador de tierras o un marido colérico e inseguro, sabe que no hay mejor manera de evitar la rebelión ajena que barrer antes la identidad y autoestima. Otorgar una falsa seguridad, que surge y se mantiene por una perpetua dependencia. El pueblo colonizado y la mujer maltratada, dos formas de crueldad que invaden lo ajeno destruyéndolo y recomponiéndolo al mismo tiempo.
Cuando acatar la opresión es sinónimo de aceptación social
Una mujer maltratada a lo largo de los años va adquiriendo una identidad clara: la de no saberse con identidad propia, fruto ello de su previa destrucción emocional. El proceso en el que su autoestima ha sido barrida es inexplicable de forma pragmática y lógica, pero se puede sentir en cada paso, en cada lamento, en cada anhelo de lo que se sabe que podría haber sido en otras circunstancias pero de lo que finalmente nunca llegó a darse.
No hay un “prototipo” de mujer maltratada, solo existen características que se comparten con frecuencia entre ellas y la situación que viven, sea cual sea su condición social. Puede existir una vulnerabilidad a soportar situaciones de abuso por el estrés familiar vivido, ya que puede que jamás hayan contemplado una relación de pareja que no esté basada en el dominio, la dependencia o la sumisión.
Puede que la única forma que tenga de entender el amor es entregar su dignidad a cambio de una mentira maquillada con los mismos colores de este. Una ausencia de verdad que tiene la apariencia de su presencia, pero con el regusto amargo y doloroso de cristal que araña, rasga y daña.
La violencia se puede dar contra cualquier género, pero la violencia contra la mujer comparte el componente perverso de la complicidad de la estructura del sistema, a todos los niveles. Es la estructura la que envía estos mensajes de forma encubierta o sin el menor disimulo.
La identidad que surge de la anulación previa
Existen mujeres que son más vulnerables al maltrato, ya que ni tan siquiera saben identificarlo. Sin ir más lejos, muchas de ellas son las que se alinean con el mensaje patriarcal y se alzan defensoras de la oposición a todo aquello que no sea “tragar y aguantar”. Para ellas, su obligación.
Aquello de justificar todo porque “es lo que toca, porque siempre podría haber sido mucho peor”. Pretender vivir la vida con el menor grado de sufrimiento posible y aspirar a ser una misma es un lujo utópico para ellas.
Por otro lado, encontramos un territorio que es o fue colonizado, ocupado quizás con la excusa de traer civilización, aunque para ello tuviera que soportar la barbarie disfrazada de distinción y progreso. La idea de que un pueblo no supo desarrollar un sistema del todo satisfactorio para todos sus habitantes -cabría preguntarse qué civilización se ha acercado a ello- sirve como excusa perfecta para no cuestionar una intervención brutal e injusta por parte de otro.
El delirio de aniquilación del colonizado nace de las exigencias del colonizador, responde a ellas y parezca confirmar y justificar su conducta. Más notable y dañino es, tal vez, el eco que despierta en el mismo colonizado.
Un mecanismo análogo se da en la mujer maltratada: su conducta parece respaldar y legitimizar a la de su maltratador, por no desarrollar conductas que la combatan en ese mismo estado de indefensión.
Tanto en uno como en otro caso, vemos como el sistema opresor y el oprimido se retroalimentan, aunque con el evidente y claro perjuicio del segundo, que sufre su brutalidad constante. El opresor encontrará siempre excusas para justificar su invasión al otro, mostrará cada vez menor empatía y no cuestionará si sus privilegios merman al otro.
El oprimido/a, en un proceso de deshumanización y mitificación de su opresor, mantendrá ese sistema claramente injusto, en un estado prepúbere eterno, en el que se niega la posibilidad a sí mismo/a de madurar sin la previa mirada de aprobación del otro.
El mensaje hipnótico del opresor
Los medios lanzan un mensaje contradictorio, que crea una cierta esquizofrenia colectiva. La mayoría de los individuos quedan atrapados dentro de ese mismo mensaje y sufrirán sus consecuencias a lo largo de su vida, pero hacer notar esa debilidad sería aceptar de forma pública su fracaso, su pérdida de poder.
Por un lado, en esta sociedad se premia la iniciativa propia, el afán de superación y la creatividad. La aceptación incondicional de uno mismo y su circunstancia aunque sea humillante, para hacer demostrar su “fortaleza ante la adversidad”.
Por otro lado, se asume como deber de una sociedad civilizada luchar por el bienestar social y por la superación de la desigualdad y la injusticia. Pero, ¿cómo luchar contra la injusticia si reconocer que se sufre supone reconocerse como débil y fracasado si aspiras a recibir ayuda?.
Ante tal panorama, a un colectivo oprimido no le quedan opciones demasiado atractivas. Una de ellas sería aceptar el emblematismo, acoger “sin rechistar” las pequeñas concesiones que otorga el opresor para adormecer la verdadera lucha por la igualdad.
También cabría alegrarse por no “estar en un sitio peor”, reconocer las bondades de la opresión si las comparamos con las que son llevadas a cabo por otro colectivo. Otra opción es alienarse por completo con un sistema basado en la injusticia, por la incomodidad y desgaste que supone combatirla.
Sea como fuere, opresor y oprimido deberán más tarde o más temprano confrontar la realidad para evitar la perpetuación de un sistema que causa una agonía innecesaria, una tensión que conduce a un desencanto y dolor que se perpetúa generación tras generación.
Reconocer el daño para construir esperanza
El proceso de deconstrucción del opresor requiere de cuestionamiento, su reconocimiento final como agresor para construir un verdadero progresismo basado en la razón y en la conciencia social. Requiere un desarme de sus déspotas acciones para encontrar sus verdaderas fortalezas. A su vez, el oprimido tendrá que reconstruirse para ser parte activa de este proceso, aunque como prioridad tendrá que ponerse a salvo.
No se puede progresar sin reparar el daño. No se puede pretender que la sociedad avance sin señalar las atrocidades cometidas, venga de donde vengan. No se puede combatir la opresión sin saber de qué fuente surge. Uno jamás puede sentirse pletórico en una sociedad que alimenta el ego de los que hacen daño y culpabilizan a los que son dañados.
De la misma forma que es mucho mejor criar niños fuertes que reparar adultos rotos, tenemos que fomentar una sociedad que forme a ciudadanos fuertes, no ciudadanos que basen su fortaleza en la aniquilación del otro. Mirar atrás y a nuestro alrededor para tratar de reparar no es remover el dolor, es evitar que se reproduzca sin parar.