Lo peor es que tenían que haberlo sabido
Hace poco Netflix estrenó una serie que levantó una enorme polémica. Hablo de “Por 13 razones”. Lo cierto es que se basa en un libro escrito por Jay Asher, pero ya sabemos que la literatura rara vez levanta pasiones en tantas personas como el contenido audiovisual, así que han sido de alguna manera los capítulos de esta serie los que han levantado la polvareda. La historia transcurre en Estados Unidos, el marco de fondo es un instituto, y comienza cuando una mañana un adolescente se encuentra con una caja de zapatos en la que hay siete cintas grabadas. Lo que se cuenta en esta historia encaja muy bien con nuestro título: tenían que haberlo sabido.
Estas siete cintas guardan trece razones por las que una de sus compañeras se había suicidado. Un argumento sin duda original, no por la decisión de su compañera, que desgraciadamente es mucho más frecuente en adolescentes de lo que nos gustaría, sino por el punto de vista y la construcción de la historia. Es un relato que no escatima en dureza a la hora de retratar cómo el sufrimiento de alguien puede ser un iceberg completamente sumergido, oculto a los ojos de las personas que pueden ayudar.
Mirando hacia dentro
Saliendo de la ficción, ya no es extraño encontrar en la sección de sucesos uno de los relatos más trágicos. Un adolescente ha tomado la decisión de quitarse la vida por tener que enfrentarse a un sufrimiento que es incapaz de gestionar. Es el último gesto, renunciar a la vida cuando tenía edad para habérsela comido a bocados; cuando tendría que haber empezado a acumular experiencias, lo que ocurre es que ya lleva demasiadas, dolorosas en la mochila.
Un sufrimiento que suelen ocultar quienes lo causan, pero también aquellos que lo sufren. No quieren preocupar, no quieren parecer débiles ante las personas que les rodean. Prefieren chillar en silencio y tienen miedo a que alguien les pueda escuchar porque no saben, porque temen, que incluso esa situación -que no soportan- pueda empeorar.
En otros muchos casos, cuando se atreven a contarle lo que les sucede a los adultos, reciben respuestas que tratan de normalizar lo que les ocurre. “Son cosas de niños”, “Seguro que antes tú también le has pegado a él” o incluso hay padres que pueden llegar a increpar a sus hijos: “¿es que tú no sabes defenderte?”. Otros padres optan por cambiarles directamente de centro, pensando que dejando atrás a los acosadores se termina el problema, ignorando que las experiencias por las que ha pasado su hijo, su recuerdo, puede convertirse a partir de ese momento en el problema. Este puede ser solo el principio de tenían que haberlo sabido.
En este sentido, muchas veces lo malo de la agresión, del maltrato o del acoso no es el efecto directo que tiene, sino el poso que deja. La sensación para ellos de que el mundo es incontrolable, de que hay amenazas que exceden en mucho a sus recursos, que en sí hay algo que les hace objeto de burla o de risa o que tienen poco o nada de valor para los demás chicos y chicas de su edad. Esa sensación se agiganta todavía más cuando los padres son ausentes, entonces a los pensamientos anteriores se le suma “el de desaparecer y no importarle a nadie”.
Otros padres optan por cambiarles directamente de centro, pensando que dejando atrás a los acosadores se termina el problema, ignorando que las experiencias por las que ha pasado su hijo, su recuerdo, puede convertirse a partir de ese momento en el problema.
Muchos se justifican con el desconocimiento, cuando tenían que haberlo sabido
Los padres de los chicos que causan daño tampoco suelen saber qué ocurre en realidad. No conciben que su hijo, ese al que quieren, pueda causar sufrimiento. No han roto con esa especie de imagen de inocencia que tiene la infancia, cuando los niños pueden llegar a ser más perversos que el peor de los adultos.
Cuando pasan muchos se excusan en que no lo sabían, pero tenían que haberlo sabido.
Quizás lo intuyen, porque lo han visto o han escuchado cómo se refieren a alguno de sus compañeros. Han escuchado alguna de las trastadas que han hecho y lejos de censurarles han participado de la recreación. Piensan que su hijo quizás no es un modelo, pero que tampoco es malo. “Lo hace por divertirse y realmente el otro chico es un pánfilo”. Cuando éramos pequeños también las armaban y no pasaba nada. “Aquel del que nos reíamos hoy es director de un banco, así que tan mal no le ha ido. Incluso creo que le espabilamos entre todos”.
Las personas que piensan esto rara vez le preguntan a ese compañero al que maltrataron y humillaron cómo se lo pasó. Aquellos que reían cómplices tampoco lo hacen. En este sentido es como si lo que pasara en la infancia se tuviera que quedar en la infancia. Como si muchas de esas personas maltratadas no sintieran todavía un escalofrío cuando recuerdan alguno de aquellos episodios. Es el poso amargo del que hablábamos antes, las voces todavía silenciadas, los perdones que no se han pedido.
En este sentido, los padres acosadores de hijos acosadores son los que más posibilidades tienen de normalizar su comportamiento. En cierta medida, en la condena de su comportamiento también va la condena del propio. Y este paso no es fácil. De cualquier forma, cuando una noticia de este tipo salta a la actualidad, en muchos casos y por desgracia, ya no hay mucho que hacer por la víctima. Es entonces cuando muchos de los implicados dicen que no lo sabían, como si eso pudiera quitarles una parte de su responsabilidad. En este sentido, realmente lo peor de todo es que no lo sabían y tenían que haberlo sabido.
Lo peor de todo es que no lo sabían y tenían que haberlo sabido.