Neurodivergencia a los 40: reencontrarse con una misma

Ser mujer y adulta son dos condiciones que dificultan el diagnóstico de TEA, y por lo tanto la puesta en marcha de intervenciones que pueden ayudar mucho. Precisamente, para que me entendáis mejor, en este artículo os cuento mi historia.
Neurodivergencia a los 40: reencontrarse con una misma
José Padilla

Revisado y aprobado por el psicólogo José Padilla.

Escrito por Equipo Editorial

Última actualización: 25 abril, 2023

Quién me iba a decir que mis rarezas tenían nombre. Que, efectivamente, era distinta a los demás, que el mundo tenía otra forma para mí. Cuando tuve delante el informe de mi neurodivergencia no fue como si me contaran algo nuevo, sino como si me dieran la razón después de muchos años.

Y es que mi diagnóstico de TEA no llegó hasta después de los 40, como les ha pasado a muchas personas (sobre todo a mujeres). Yo no mostraba comportamientos repetitivos ni me metía en problemas en el colegio, incluso tenía un grupo reducido de amigas. Sacaba buenas notas y respetaba las reglas de convivencia.

Por eso, mis «rarezas» se convirtieron en parte de mí. Con el tiempo, se integraron en el fondo de mi mente, diciéndome día tras día que era diferente, pero saliendo solo al exterior cuando era seguro, haciendo que los demás pensaran que «esta chica es peculiar», pero sin ir más allá. Por eso, cuando pude abrazarlas por fin, resulta que esos brazos me rodeaban a mí. Os cuento mi historia.

Mujer pensando
Sin saberlo, era una experta en masking.

La integración social y el masking

Siempre he tenido que esforzarme por mirar a los demás a los ojos. Mis conductas estereotipadas pasaron desapercibidas porque el hiperfoco me sorprendía en casa tratando de quitarme los padrastros de las uñas (lo cual me llevaba toda la tarde) o estudiando. Era capaz de socializar en grupos o ir a fiestas, aunque luego necesitara un día en cama para recuperarme. No era muy selectiva con la comida, era «caprichosa».

Por eso, en ese punto medio de mis rasgos asociados al espectro autista, las señales que hubieran podido precipitar la consulta y, por lo tanto, un diagnóstico, no fueron suficientes para que los adultos que me rodeaban me dirigieran por ese camino. Sin embargo, yo tenía que seguir sobreviviendo en un mundo neurotípico, así que no me quedó más remedio que imitar ciertas conductas e integrar algunas convenciones en mi comportamiento.

Los síntomas de TEA en mujeres y niñas suelen pasar desapercibidos porque los criterios diagnósticos están sesgados hacia la población masculina, a pesar de que existan diferencias entre el fenotipo de ambos sexos.

Gracias a ese ajuste de mi comportamiento social, que después averigüé que se llamaba masking, fui capaz de pasar por mi infancia y mi adolescencia sin grandes desviaciones de lo que se esperaba de mí. Simplemente, actuaba como pensaba que otros esperaban de mí y tenía éxito, así que seguí haciéndolo hasta que se convirtió en una parte de mí que ya no me cuestionaba. Sin embargo, el dolor se quedaba de puertas para adentro.



Las consecuencias del infradiagnóstico

Como os decía, mi diagnóstico de neurodivergencia no llegó hasta después de los 40. Eso quiere decir que, hasta entonces, tenía que lidiar con la parte desadaptativa de mi configuración cerebral. Mi burnout social se veía como timidez extrema; mis crisis de frustración, como explosiones de rabia. Tan madura para algunas cosas y tan infantil para otras, decían.

Pero lo que yo sentía era real. Luchaba contra sentimientos de injusticia más fuertes que el resto, recibía ataques que otras personas no. Mi hiperfoco era obsesión. Mis relaciones cojeaban en cuanto se volvían profundas y no sabía por qué. Y, sobre todo, mi identidad estaba rota. Frente a una personalidad construida y funcional de puertas para afuera estaba esa certeza de que no procesaba el mundo igual que los demás.

De ahí nació la depresión. Estuve en tratamiento por ella, por mi relación con la comida y por las consecuencias de muchas personas tóxicas y abusos que pasaron por mi vida. Y, con todo ello, mis señales de neurodivergencia seguían viéndose por separado, sin integrar, como un conjunto de trastornos en lugar de una condición y sus consecuencias.



Mujer llorando
Pasó mucho tiempo hasta que descubrí que tenía TEA.

La neurodivergencia a los 40: principio y final al mismo tiempo

No es fácil encontrar signos de autismo en una persona que lleva más de 4 décadas enmascarando una neurodivergencia. Sin embargo, solo tuve que encontrarme con otra persona como yo, diagnosticada hacía poco de TEA. Cuando tuvimos la conversación acerca de sus vivencias, su proceso diagnóstico y las dificultades que había atravesado, fue como hablar con el espejo.

Gracias a ella y a unas pocas personas de mi entorno, logré una cita para hacerme un diagnóstico. Y mientras tanto, me bebí toda la información sobre el TEA que encontré, tanto en el apartado clínico como en el social, porque me parecía increíble que en todos mis años de vida nadie hubiese sacado este tema a colación.

Y con cada artículo, cada testimonio, cada asociación que encontraba, me convencía más de que nadie había querido enfrentarse a la realidad: efectivamente, yo era diferente y mi configuración cerebral tenía un nombre: espectro autista.

Cuando el diagnóstico confirmó todo lo que yo había leído, no pude sentir otra cosa que liberación. Esa era yo, diferente, válida y sin necesidad de encajar nunca más. Y, aunque el camino sigue siendo tortuoso en un mundo diseñado única y exclusivamente para lo normativo, yo ya camino con la seguridad de poder conocerme a mí misma sin tapujos.

Ahora me exploro, me conozco y, sobre todo, me muestro a los demás. Les explico cómo soy y qué necesito, y quienes no pueden o no quieren dármelo, se van en lugar de quedarse a que suframos juntos. El masking, el burnout, la depresión, mi difícil relación con la comida, todo sigue ahí. Pero, al fin, mi dolor es mío y puedo aprender a sanarlo como necesito.


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