Si te atreves a enseñar nunca dejes de aprender
Cada uno de nosotros somos conscientes de que una cosa es saber y otra muy distinta es enseñar. Sabemos lo que cuesta porque es probable que muchas veces no hayamos podido llegar a alguien a pesar de nuestro conocimiento. Y, sin embargo, realmente muchas veces no lo valoramos.
Me gusta afirmar aquello de que la educación es el vestido de gala para asistir a la fiesta de la vida. Me gusta porque es una frase sincera e inspiradora, porque me remueve algo por dentro y me hace recordar…
Recordar y agradecer con profundo respeto a todas aquellas personas que se atrevieron y se atreven a enseñarme en algún momento de mi vida. Y es que enseñar es el objetivo más noble que una persona puede tener, el más noble y el más fructífero.
El arte de aprender para enseñar
Ser un buen educador se consigue a través de una fórmula mágica que mezcla numerosos ingredientes. Así, enseñar requiere del manejo de muchísimas habilidades y de un gran número de competencias. Veamos algunas…
Inquietud por la vida y el mundo
La verdadera inquietud por enseñar traspasa las fronteras de la pedagogía, es algo mucho más personal, es una inquietud por educar corazones y emociones.
La buena enseñanza es aquella que marca eternamente, que deja huella, que hace cuestionar, que se permite dudar, que inspira a aprender. Eso solo se construye con una base: la de la inquietud y la admiración del que educa por la vida.
Amor por los libros y la lectura
Sentir adoración por todo aquellos objetos que implican conocimiento y aprendizaje obtiene como resultado que, de manera inevitable, se amen los libros y el disfrute de lo que ellos contienen.
Amor por los alumnos
Sean o no sean niños, es imprescindible que una persona que se atreva a enseñar ame la condición de todos aquellos a los que tiene que ayudar a aprender. Esto los buenos maestros lo cumplen, aunque no alcancen a ponerle palabras.
El manejo de emociones
Se dice que antes de enseñar a leer hay que enseñar a amar el valor de las cosas. Ellos tratan de ponerse en la piel del alumno, identificar sus emociones y usarlas con amor con el único objetivo de que su pupilo crezca, se desarrolle y deposite todas sus esperanzas y sueños en sí mismo.
Solo con buenos maestros (de vocación o de vida) se puede aprender a querer, a apreciar la serenidad y a enderezarse a sí mismo.
La paciencia y la serenidad más infinitas
Los maestros tienen la gran capacidad de transformar la frustración y la desesperación en una energía serena, sabia y perseverante. O sea, lo que realmente cuenta es una suma de lo que se enseña y de cómo se enseña.
Lo que les debemos a nuestros maestros y educadores
Estuvo acertado Carl Jung cuando dijo que uno recuerda con aprecio a los maestros brillantes y con gratitud a aquellos que tocaron nuestro corazón. Les debemos un infinito agradecimiento a aquellos que nos enseñan, nos enseñaron y enseñan a nuestros niños.
Del mismo modo que para educar a nuestros hijos nunca dejamos de buscar y de intentar incorporar conocimiento en nuestro repertorio, los maestros cada día se van a casa con satisfacciones y frustraciones que les empujan a ir un paso más allá siempre.
Decir que las maestras y los maestros enseñan es quedarse corto. Un buen maestro (o maestra) es un maestro de vocación, alguien que no solo enseña sino que estimula nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestra sensibilidad y nuestra fantasía. Es alguien que despierta a nuestro cerebro y que nos muestra la importancia de ser pacientes.
Los maestros son la salvación de la sociedad porque otorgan a cada uno de sus alumnos un pasaporte de iluminación. Gracias a ellos cada día rebosa vida y futuro, gracias a su invitación al pensamiento, a las palabras y a la inspiración.
“Maestro…
Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida.
Sin embargo… en cada vuelo,en cada vida, en cada sueño,
perdurará siempre la huella del camino enseñado”-Maria Teresa de Calcuta-