Aferrarse hace más daño que dejar ir
La vida me ha enseñado que mantener, en ocasiones, puede ser peligroso e incluso demasiado dañino. Aferrarse a lo conocido, a lo que estamos acostumbrados, es relativamente fácil -aunque nos duela-, tan solo hay que dejar pasar el tiempo. El problema es que agarrarse a algo o alguien y convertirlo en necesidad tiene consecuencias.
Vivir apegados, rodeados de “imprescindibles” y de esas creencias que nos convencen de qué es lo que nos hace verdaderamente felices es otorgar poder a nuestro ego. Es esclavizar nuestro bienestar hasta terminar por destruirlo. Porque nada de fuera ni siquiera una persona nos dará la felicidad, aunque queramos creerlo. Ni siquiera la consecución de un sueño.
Tampoco vivir del pasado es el sendero correcto. Porque aunque la nostalgia nos inspire y enriquezca, sobrevivir del recuerdo sigue siendo aferramiento. No se ve ni se toca, pero existe en nuestra mente y no hay nada más peligroso que agarrar con fuerza una idea hasta quedar sostenido por ella, sobre todo si nos daña. Por eso, aferrarse hace más daño que dejar ir… Profundicemos en ello.
Aferrarse a un objeto, un pensamiento o una persona genera sufrimiento.
Las necesidades inventadas
¿Qué te hace feliz? Piénsalo. ¿Qué hay en tu lista de imprescindibles para ser feliz? ¿Una pareja? ¿una casa? ¿Trabajar en lo que deseas? ¿Llegar a ser el número uno o, al menos, destacar entre los primeros? ¿O quizás tener hijos?
Sea lo que sea, me gustaría que reflexionaras detenidamente sobre ello. ¿Necesitas todo eso para ser feliz? ¿Qué deseas más el objeto, el sueño, la persona o la sensación resultante al saber que te pertenecen de alguna forma?
A menudo, y sin darnos cuenta, creamos una lista de condiciones que atamos al concepto de felicidad. Una serie de expectativas que conforman un mundo ideal que, por algunos momentos, llegamos a creer como real. El problema es que lo automatizamos tanto que llegamos a creérnoslo.
“Cuando tenga un trabajo, me independizaré”, “cuando me independice por fin podré dedicar mi tiempo a aquello que más me gusta”, “tantas horas de trabajo y esfuerzo darán su resultado y al final podré conseguir mi sueño”, “encontraré pareja y seré tan feliz que construiremos un hogar juntos”… Son solo algunos ejemplos.
Así, lo que en un momento era una fantasía puntual se convierte en una realidad que deseamos alcanzar. Tanto es así que dirigimos todos nuestros esfuerzos a ello y cuando no ocurre, cuando todo se desmorona o simplemente las circunstancias no suceden como imaginábamos, el malestar hace acto de presencia, a la vez que seguimos anhelando el ideal de felicidad que habíamos creado.
Ahora ya no solo tenemos que enfrentarnos a nuestros pensamientos, esos que nos recuerdan que no somos tan válidos ni tan buenos, sino también a nuestras emociones: ira, rabia, decepción, frustración, rencor… Sin quererlo y sin saberlo nos hemos creado nuestra propia trampa, a través de una serie de necesidades inventadas.
El sufrimiento que nace del aferramiento
Condicionar nuestro estado de ánimo a objetos, sueños y personas sale caro. La cuestión es que nadie nos ha enseñado a no hacerlo, todo lo contrario. Continuamente nos bombardean mensajes publicitarios en los que nos muestran de qué manera podemos “ser felices y plenos”. Tan solo hay que echar un vistazo a los medios de comunicación.
Apegarse a algo o a alguien, aferrarse a una idea de cómo deberían ser las cosas son semillas de sufrimiento. ¿Por qué? Porque no hay nada permanente, solo el cambio. Porque la rigidez tiene como consecuencia el estancamiento, el desgaste y la esclavitud al malestar. Porque todos cambiamos o ¿crees que eres el mismo que hace siete años? Estoy segura de que no.
Por lo tanto, ignorar la impermanencia y aferrarse a los objetos, ideas y personas tiene como objetivo la infelicidad. “Uno no puede bañarse en el mismo río dos veces” afirmaba Heráclito y tenía toda la razón. ¿Acaso el agua o incluso nosotros somos los mismos?
Ahora bien, esto no quiere decir que nos dediquemos a vivir de puntillas y pasemos de todo. Tampoco que a partir de ahora no nos importe nada, sino que pongamos atención en cómo nos relacionamos con los demás y con los objetos, pero especialmente con nuestra mente. De esta forma, seremos capaces de identificar cuándo nos encaminamos a convertir algo o alguien en una necesidad.
Dejar ir para recibir
Soltar, despedirse o dejar ir. Existen múltiples formas de llamar a la práctica del desapego, esa que nos libera de las necesidades y rompe los moldes que creamos con la intención de ser felices.
Dejar ir es un proceso de crecimiento y transformación, el cual solo sucede cuando aprendemos que nada es para siempre y que todo cambia. Es el respeto al ciclo de la vida y la comprensión de que hay cosas que, por mucho que queramos, no pueden ser, pero que hay otras que vendrán.
Dejar ir es tener presente que los pensamientos cambian y que lo que ayer nos valía puede que ya no tanto. Es cultivar una mente flexible y entrenada para afrontar las nuevas circunstancias, preparar el corazón para soltar a quien ya no puede estar con nosotros y liberar los afectos arraigados a un objeto o situación determinados. Lo que no quiere decir que no sean importantes para nosotros, sino que no son condiciones necesarias para que seamos felices, por mucho que nos cueste en un principio…
Desligarse del apego es el camino al equilibrio, al punto medio y la liberación del ego. Es el sendero que nos permite trabajar desde adentro con nosotros mismos para conocernos. Un acto de valentía que nos permite sortear las barreras de nuestra zona de confort y perder el miedo a vivir pendientes de aquello a lo que nos aferramos en exceso.
Dejar ir es asumir la pérdida como parte fundamental de la vida, practicar la aceptación, cultivar una mente flexible y un corazón honesto. Porque la vida es cambio, pero también movimiento y eso no podemos olvidarlo.