Cuando la ira nos hace enfermar
La ira es una de las pasiones más poderosas que puede experimentar un ser humano. Adquiere muchas formas: resentimiento, odio, intolerancia, irritabilidad, etc. En todas esas facetas lo común es el malestar y el deseo de confrontar con el otro.
Es un sentimiento que todos experimentamos y que, en principio, resulta positivo. La ira es una respuesta ante lo que se experimenta como una amenaza. Reafirma la identidad en la medida en que da lugar a la expresión de necesidades y deseos personales. También protege: a veces se necesita del vigor iracundo para enfrentar la agresión de otros.
“Contra la ira, dilación”.
-Séneca-
Todos sabemos que la ira también tiene otra faceta muy negativa: tanto para nosotros como para las personas que nos rodean. No es tanto que se experimente, sino con qué intensidad, por qué razones y con cuáles consecuencias. Esta pasión llega a ser tan invasiva que a veces se convierte en un estado permanente. También termina bloqueando la energía vital y condenándonos al estancamiento.
Uno de los aspectos más negativos de la ira es que supone una fuerte descarga de reacciones en el organismo. Si la experimentamos con mucha frecuencia, termina enfermándonos física y emocionalmente.
La ira y sus manifestaciones
La ira tiene efectos impresionantes en el cuerpo. Cuando se experimenta, lleva a tres tipos de respuestas: corporal, cognitiva y de comportamiento. Se activa cuando la persona se siente amenazada y se prepara a atacar. Esto origina diversas reacciones fisiológicas:
- El ritmo cardiaco aumenta.
- La respiración se acelera.
- El flujo sanguíneo se dispara.
- La musculatura se tensa.
- Aumentan los niveles de adrenalina, noradrenalina y cortisol.
Lo que sigue es una disminución en la capacidad para procesar la información interna y externa (respuesta cognitiva). Finalmente esto se traduce en comportamientos, uno de los cuales puede ser la activación de la agresividad verbal o física. Ahí se traduce en violencia.
Cabe aclarar que se han tipificado tres clases de ira: 1) La ira precipitada y repentina, que se activa cuando alguien se siente atormentado o acorralado; 2) Ira estable e intencionada, que equivale al resentimiento: se manifiesta por episodios y se mantiene en el tiempo y 3) Ira recurrente, cuando se expresa frecuentemente y se convierte en una parte “normal” de la personalidad.
La ira enferma
Hay diversos estudios que evidencian el efecto nocivo de la ira sobre nuestra salud física. Una investigación del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta (USA) señala que quienes sienten ira recurrente tienen mayor riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular o ictus. Los expertos estudiaron a 14.000 individuos y concluyeron que las personas que pasaban más tiempo enfadadas eran más vulnerables a padecer un infarto cerebral.
También se estableció que los más iracundos tienen un sistema inmunológico más frágil y por eso son propensos a las enfermedades infecciosas. Asimismo, se encontraron evidencias de que la descarga de hormonas, como de adrenalina, favorece la formación de coágulos sanguíneos y debilita las paredes de los vasos.
En la Escuela de Medicina John Hopkins también se llevó a cabo un estudio con 1.100 estudiantes, durante 16 años, para más tarde comparar los resultados con sus historias clínicas en las siguientes décadas. Se concluyó finalmente que quienes se enfadaban con facilidad tenían casi tres veces más riesgo de sufrir un ataque cardíaco. En otro estudio se evidenció que la ira aumenta el nivel de grasa en el cuerpo y hace que la sensibilidad al dolor físico se incremente notablemente.
Una pasión tóxica
Como es claro, al experimentar ira, virtualmente se produce una intoxicación de hormonas negativas en el cuerpo. Quizás inmediatamente no se sientan sus efectos físicos, pero si ese estado se mantiene en el tiempo también se harán evidentes sus huellas en el cuerpo.
Sentir rabia no tiene nada de malo: es una emoción instintiva cuya principal función positiva o adaptativa es la de preservarnos. Lo realmente negativo aparece cuando dejamos que la enorme cantidad de energía, de la que nos dota esta emoción, se exprese de manera descontrolada; sin hacer ningún tipo de gestión de ella.
Otra forma negativa de gestionarla, además de la de de no hacerlo, se produce cuando optamos por la contención completa. En estos casos se genera un efecto de “olla a presión”, que tarde o temprano explota.
Cuando se siente ira, lo más aconsejable es tomar un minuto de aislamiento voluntario. Contar hasta 10 sí sirve, en algunos casos hasta 15 o 20. Apartarse un momento y respirar profundo también. Cuando llegue la calma, lo que sigue es hablar con claridad y sin exaltarse sobre aquello que nos causa disgusto. Finalmente, en este tipo de situaciones también es importante tratar de identificar factores ajenos a la situación que disparan la ira; en caso de haberlos, claro.