Cuando tú eres tu peor enemigo
¿Alguna vez has tenido la sensación de ser tu peor enemigo? No hay duda, vivir con plenitud y lograr la satisfacción de nuestros anhelos en vías de una supuesta felicidad no es tarea fácil. De hecho, hablamos de una misión con principio, pero sin final.
Por un lado, pueden existir unas condiciones ambientales adversas: dificultades económicas, laborales, de la vivienda, etc. También pueden existir unos condicionantes internos, como padecer alguna enfermedad, sufrir alguna desgracia o directamente autoimponernos un nivel de exigencia que en ese momento no estamos preparados para alcanzar.
Por otro lado, existe una competencia más o menos manifiesta con las demás personas que también pugnan posiblemente por conseguir los mismos fines. Estas personas pueden ser nuestras enemigas, pero en ocasiones tú eres tu peor enemigo.
Personas que lo tienen todo y se sienten infelices
A veces, algunas personas afortunadas que disponen de un ambiente favorable y, aparentemente, escasas dificultades para conseguir lo que quieren, se sienten infelices. En principio, no hay trabas ni enemigos. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Qué les sucede?
El obstáculo bien puede haber sido generado por la propia persona, cuando se constituye en su propia enemiga por cómo se juzga o las metas que se marca. Esto has algo que todos hemos hecho alguna vez, y que seguiremos haciendo, de ahí que intuitivamente podamos comprender las consecuencias de este lastre autoimpuesto.
A menudo, cuando esto ocurre es porque falla el amor propio, el cariño a uno mismo. Falla la autoestima. Y esto no tiene nada que ver con el egoísmo. No se trata de pensar: “Yo estoy por encima de todos y de todo”. Se trata de pensar: “Yo merezco el mismo trato amable y comprensivo que utilizo con los demás”.
La importancia de juzgarnos con objetividad
Querernos a nosotros mismos significa reconocer nuestra propia valía y considerarnos en la vida tan importantes como los que más. Para muchas personas esto no es fácil. No saben juzgarse con objetividad.
Las personas que no se juzgan con objetividad ensalzan las virtudes ajenas y son capaces de perdonar los mayores errores y defectos del prójimo. En cambio, son tremendamente injustos consigo mismos, exigentes y hasta crueles. Son sus propios enemigos.
Este comportamiento puede llegar a producir una profunda amargura que conduce hacia la depresión y el comportamiento neurótico. Hay que saber valorarse con objetividad y no compararnos con los demás. Sólo así alejaremos al enemigo de nuestra propia persona.
Ser tu peor enemigo puede ser fruto de tus aprendizajes
Por lo general, esta forma de ser y sentir es fruto de un aprendizaje y una maduración especial. El niño, desde su nacimiento, es, por naturaleza, ególatra. Aún no tiene conciencia social y piensa que todo cuanto le rodea le pertenece o sucede en relación con él.
Esta idea se ve corroborada por el hecho de que habitualmente suele ser el centro de atención. Es más tarde cuando, a través de la educación y el contacto con otros niños, descubre que hay más gente a su alrededor. Descubre que, como él, esta gente merece un respeto y una consideración.
Es normal que una persona que crezca y forje su carácter con esta filosofía por bandera llegue a ser un adulto con una confusión entre lo que en justicia le corresponde y lo que sería egoísmo censurable. Para evitar los terribles sentimientos de culpa, opta por negarse todo autorreconocimiento meritorio. Se comporta como si fuera su propio enemigo al que no da margen ni oportunidad.
Por otro lado, algunas educaciones morales y religiosas resaltan la humildad como una de las más preciosas virtudes, amenazando con el castigo y el pecado su carencia. Es más, castigan sin piedad a todo aquel que se atreve a destacar. Una personalidad que madure en esta línea de conducta suele ponerse límites muy poco flexibles, considerando que para todo existe una única forma buena de proceder.
Tú puedes dejar de ser tu peor enemigo
Para derrotar a nuestro enemigo interno, el primer paso es tomar conciencia de que el problema existe. Observemos nuestra conducta diaria y la dinámica de nuestros pensamientos. Veamos cuántas veces nos privamos de pequeños placeres pensando que eso no va con nosotros o que no los merecemos.
Empecemos por ahí, por incentivar con pequeños premios y halagos nuestros mínimos logros y esfuerzos positivos. Tal vez, sin darnos cuenta, un día nos veamos luchando por conseguir aquello más importante que queremos y que, en justicia, nos merecemos.