Desenmascarando el maltrato psicológico
Hace unos años conviví con personas bastante más jóvenes que yo. Si no fuese por la decisión de volver a estudiar quizás no hubiera tenido contacto con ellas. Estaban entre mi generación y la de mis hijos. Me llamó mucho la atención, especialmente en las chicas, cómo se sumergen en relaciones de auténtico maltrato psicológico sin percibirlo. ¿Era así como respiraba su futuro?
Me comentaban cómo discutían y “peleaban” con sus parejas: un discurso que siempre tenía una estructura parecida. Para comenzar explicaban el motivo de su enfado, cómo llegaban al límite, y finalizaban la historia con algún sentimiento de culpabilidad tipo “es que yo tengo muy mal genio”, “el pobre tampoco ha hecho tanto…”.
Si digo la verdad, cuando escuchaba sus historias me estremecía. Reflejaban lo que una chica no debería de soportar. Ellas los disculpaban en todo, aunque no estuvieran de acuerdo en el trato recibido y si lo hubieran pensado fríamente tampoco con ninguna de las justificaciones a las que ellas se aferraban.
Las veía llegar algunas mañanas con la mirada triste, en algún descanso contaban una anécdota más de lo que pasó hasta expresar todo lo que les inquietaba. Era tan evidente, ese no era el rostro de una chica enamorada. Era el rostro de una relación dependiente y tóxica invadida por el maltrato psicológico.
Y me preguntaba, ¿no podemos hacer nada para advertirle?, ¿cada uno tiene que ver con sus propios ojos y sufrir las terribles consecuencias del maltrato para realmente ser consciente? Aquí dejo para ellas o para quien le pueda ser de utilidad, el testimonio de una chica, una amiga, que poco a poco se sumergió en las garras del maltrato psicológico sin apenas percibirlo, hasta que “casi” fue demasiado tarde.
Un caso real de maltrato psicológico
“Quizás debí darme cuenta (mente inocente) de que mientras yo intentaba sentir el aire que respiraba, tenia a mi lado a alguien mucho más vivido que yo, mayor y más experimentado. Él observaba toda la situación con una gran dosis de interés, en cuanto yo andaba pendiente de los latidos del corazón, vulnerable.
Me dejé “enamorar” o “encantar”por un fantasma, vestido con una sábana seductora a mi medida. No lo vi, no lo identifiqué, en aquella época no conocíamos el maltrato psicológico. No conseguí abrir los ojos hasta que fue demasiado tarde. Solo quería sentirme a mí misma y vivir en mi hijo la infancia que pensé sería perfecta, en el marco de la “familia feliz” que siempre había deseado.
Cuando me quedé embarazada, comenzó a aparecer la persona que realmente era: a tratarme mal, a gritarme, insultarme y discutir por cualquier tontería. Me hacia sentir inferior e incapaz de hacer casi nada. ¿Quién era yo sin él?
Todo empeoró al ser madre
Al nacer el pequeño el río siguió contaminándose en su curso hacia el abismo, incluso me agredió con el bebe en brazos. Desde entonces comencé a huir de los enfrentamientos, de sus ataques de ira, me dejaba convencer por un “lo siento”, unas “disculpas” después de cada rabieta, que cada día eran más frecuentes. Quedé atrapada en la trampa del maltrato psicológico. En la mayoría de los casos me sentía responsable por los enfrentamientos, ¿era yo, con mi fuerte carácter, la culpable de todo?
El dejó de trabajar y de ayudar en casa. Si bebía una cerveza, se convertía en el mismísimo diablo, agredía verbalmente, golpeaba y rompía todo objeto que encontrase a su paso. Sin embargo, yo seguía manteniendo mi objetivo, una familia feliz. Discusiones las tiene todo el mundo, me decía a mí misma.
Cuando el discutía, lo evitaba, no era posible que en mi casa también hubiera gritos e insultos como en casa de mis padres. Lo peor de todo, es esa actitud que hiere, no cicatriza y a cada día se hace mas profunda.
Comenzó a maltratar a nuestro hijo cuando tenía 3 años. A humillarle como hacia conmigo, era una presa fácil para aquel odio que sentía dentro de él. Odio, ¿por qué?, nunca lo sabré. Si sé en cambio que siempre procuraba tener una víctima cerca. Estaba claro que no era feliz.
Los amigos fueron fundamentales para abrir los ojos
Poco a poco amplié mi círculo social, hice amigos aunque ya era bastante hermética. Y vi, comencé a ver y me hicieron ver que no eran discusiones normales. Estaba acabando con mi autoestima.
Me mataba a trabajar dentro y fuera de casa para traer algo de dinero. En verano, después de nueve o diez horas sirviendo mesas, huía con mis amigas unas horas a reconfortarme entre sus palabras y su cariño. Sin embargo, al llegar cada invierno, volvía a mi cárcel y cada vez más el sueño se alejaba.
Mi hijo tenia tres años y yo hacía dos que no me miraba al espejo, tan solo me veía, perdí el interés por arreglarme. ¿Para qué? Me veía fea y cansada. Me llamaba vieja con 30 años, me gritaba y menospreciaba en las reuniones a las que asistíamos juntos, nada de lo que hacia estaba bien. Hasta que mi mirada se entristeció, igual que el mar se oscurece en una noche sin luna.
Lo tomé como una señal de alarma, ese no era el plan.
Ser consciente acentuaba más la angustia
Sentía que era mi total responsabilidad la vida que había elegido y mentía sobre nuestra relación a todos. Inventaba excusas y hasta logré convencer a los demás de que la perdida de cabello era hormonal.
Un día algo se rompió y mi cuerpo le dijo a mi mente que ya bastaba. Tuve una crisis de ansiedad que me llevo a las puertas de la muerte, sintiendo como mi cuerpo dejaba de funcionar poco a poco. Primero dejé de sentir los dedos, después las manos y los pies, la cara, la lengua, los brazos, las piernas… y la respiración dejaba de tener ritmo.
No le deseo a nadie estar plenamente consciente y ver tu cuerpo parando de funcionar poco a poco. Mis amigas me llevaron al centro médico y permanecí aquella noche en observación en su casa, allí dormí y él se marchó a casa, con nuestro hijo. El doctor del pequeño pueblo además de ser amigo es psiquiatra, y me recomendó quedarme en casa de una amiga el resto de la semana para estar tranquila y recuperarme.
Aprendí a decir No
Así inicie la recuperación, que duró 5 días, hasta que regresé a casa. Allí estaba él, en el porche, subí las escaleras y lo abracé, “ya he vuelto a casa, me encuentro mucho mejor” le dije. El me rechazó con un empujón que me hizo perder el equilibrio. Comenzó a gritarme, pero no recuerdo sus palabras, no conseguía escucharlo; solo que los gritos, los golpes, la violencia que salía de sus gestos y voz me aterrorizaron.
Tuve miedo, por mí, por mi hijo, por la amiga que me acompañaba. Solo pensé igual que se piensa con miedo: ¡salir corriendo! No sin llevarme a mi hijo que ya tenía cinco añitos, temía que le hiciera daño para herirme a mí. Es lo que pensé, que lo haría para vengarse de mí. ¡Yo no había hecho nada!
Nos alejábamos de allí aterrorizados con todos los pelos de la piel erizados, no pude decir nada durante todo el camino. Al llegar a su casa seguíamos todos mudos. Poco después el llegó. Salí a la terraza de la segunda planta y lo vi allí abajo.
Y una vez más dijo: “lo siento”
Pero, ¿sabéis? Ya era demasiado tarde, solo salió de mi, de mi alma: “¡NO! ¡Ya no puedo más, estás acabando conmigo¡”. Decidí escapar de la jaula del maltrato psicológico.
Desee que fuera feliz solo, ya que no lo era conmigo. Le pedí que buscara la felicidad y también le dije que lo quería mucho. A raíz de la separación, solo ha llamado y enviado mensajes para desearme la muerte, insultándome y amenazando con vengarse algún día por “la humillación sufrida”.
No, no queremos verlo, nos hace daño cuando está cerca, nos hunde a los dos, a mi y a mi hijo. Estar separados es la única forma de tener lo se que debe tener, paz de espíritu, para mí y sobre todo para mi hijo. Por nada del mundo permitiré que le hagan daño, ni siquiera en el alma. Es mi deber como madre, educarlo para que no confunda el amor y la humillación.
… porque quien ama no tortura psicológicamente.