El valor de la disculpa
No hay día que pase sin que un político se disculpe o, con mayor profusión, pida disculpas a sus adversarios por actuaciones propias o ajenas, clientes malhumorados que reclamen atención y exijan recompensa por haberse sentidos maltratados, pacientes dolidos por la actuación del personal sanitario que le atiende, deportistas que muestran en público su arrepentimiento por sus andanzas extraconyugales o empleados protestando por la escasa delicadeza de sus empleadores. Unos, por un lado, se encuentran a la caza de una compensación, en forma, como mínimo, de disculpa, por el daño sufrido y otros, pasan, o lo evitan, por el trago de solicitar perdón ante el flagrante error propio.
Según Aaron Lazare, autor de On Apology, antiguo rector de la Universidad de Massachusetts y uno de los mayores referentes en el estudio de la disculpa y los procesos de arrepentimiento y perdón, lo que hace que una disculpa funcione es el intercambio de vergüenza y poder entre ofensor y ofendido. A través de la disculpa, uno toma la vergüenza de la ofensa y la dirige hacia sí mismo. Al reconocer la vergüenza del ofensor, el ofendido toma el poder de perdonar. Según Lazare, una disculpa supone un intercambio y es, en sí misma, un proceso de negociación donde el acuerdo debe dejar satisfechas emocionalmente a ambas partes.
Pero, no nos engañemos, no es una negociación sencilla. A pesar de los innegables beneficios de la disculpa no podemos decir que, en líneas generales, seamos expertos en la materia y tengamos la humildad y valentía necesarias para aceptar cuando estamos equivocados, reconocer cuando causamos daño y expresemos, de forma sincera, nuestro arrepentimiento.
Y, sin embargo, la disculpa tiene el poder de hacer que nuestras relaciones, ya sean en el terreno personal o profesional, se cimenten, se restauren, se recuperen y se hagan, incluso más fuertes. Una disculpa sincera aceptada por la otra parte es la muestra más palpable de interacción civilizada y profunda entre los seres humanos.
En palabras de Beverly Engel, autora de The Power of Apology, los beneficios de la disculpa están claros tanto para quien la ofrece como para quien la recibe. Por un lado, quien recibe la disculpa se siente emocionalmente curado cuando es reconocido por el ofensor, deja de percibir a éste como una amenaza, le aparta de la ira y le previene de quedar atrapado por el pasado. La disculpa le abre la puerta al perdón permitiendo sentir empatía por el ofensor. Por otro lado, a través de la disculpa y la toma de responsabilidad por nuestras acciones nos ayudamos a evitar el reproche hacia uno mismo, con el consiguiente impacto en la autoestima. Saber que hemos dañado a alguien puede distanciarnos, pero una vez que nos hemos disculpado nos sentimos más libres y cercanos. Dado que la disculpa nos hace sentir humildes, cuando no humillados, además puede actuar con efecto disuasorio, recordándonos no repetir el acto en el futuro.
Volviendo a Lazare, no hay un solo motivo para disculparse. Puede hacerse con el objetivo de salvar o restaurar una relación, por una razón simple de empatía, al comprobar el daño causado, por evitar un castigo mayor o para aliviar una sensación de culpabilidad. O también por la presión de los medios de comunicación, motivo cotidiano principal para políticos, empresas y otros actores con exposición pública permanente.
Disculparse no suele ser sencillo. Es, en un gran número de ocasiones, un ejercicio difícil y costoso. Implica afrontar sentimientos de vergüenza, culpabilidad, miedo y se corre el riesgo de verse vulnerable. Se tiende a ver la disculpa como signo de carácter débil pero, de hecho, requiere gran fortaleza. Y conviene aprender como llegar a ella porque, aunque no es garantía de éxito, resulta imposible vivir en el mundo actual sin esta habilidad. Una habilidad que requiere de un proceso para que sea realmente efectiva y que no debería obviar los siguientes pasos:
1. Reconocer la ofensa
2. Describir el daño causado
3. Aceptar la responsabilidad
4. Establecer cómo se reparará el daño
Por ejemplo, seguramente todos hemos observado o sufrido alguna situación donde, llevado por la tensión, el cansancio o la personalidad, el jefe “abronca” a un subordinado en presencia de sus compañeros. Con suerte, pasados minutos, horas o días, al mismo subordinado le llega la disculpa correspondiente en términos similares a “me doy cuenta, y lo siento, que mis palabras han provocado un sentimiento de frustración en ti, debería haber medido el exceso verbal y no haberlo hecho en presencia de tus compañeros. Intentaré no hacerlo nunca más.”
Ojalá fuera así siempre.
Una disculpa también puede ser un arma de doble filo cuando suena falsa, cuando no muestra un arrepentimiento real o cuando se centra en uno mismo. También cuando se utiliza en demasía, cuando no hay relación entre el tamaño de la ofensa y la disculpa o cuando llega demasiado pronto o demasiado tarde.
El egocentrismo también es un factor en las disculpas fallidas o evitadas. El egoísta es incapaz de apreciar el sufrimiento de otra persona; su lamento se limita a dejar de ser apreciado por la persona ofendida pero no por el daño causado. El tipo de disculpa que suele emplear toma la forma de “Siento que te hayas enfadado conmigo” en vez de “Siento que te haya causado daño”. El ofensor simplemente es consciente pero no se siente culpable, avergonzado o empático.