Felicidad y placer: ¿cómo se relacionan?
Hay tantas definiciones de felicidad como personas. Es como si cada uno de nosotros tuviéramos un perfil muy concreto en el que caben un conjunto muy variopinto de elementos, dando precisamente forma a esa conjugación particular. Dentro de ese universo, late el placer.
Podríamos entender el placer como esa sensación -por lo tanto, elemento subjetivo- asociado a lo positivo, a la euforia y que en muchas ocasiones nace de la satisfacción de una necesidad o deseo. Es decir, el placer estaría muy relacionado con el alivio pero también con la ambición.
Además, en tono al placer encontramos otra particularidad: algunos lo definen como la ausencia del dolor. Y, sin embargo, son muchas las personas que parecen encontrarlo también en este lugar: hablamos del sadomasoquismo.
Una asociación que está mucho más presente de lo que pensamos. Por ejemplo, no es extraño ver dibujado el dolor en la cara de muchos deportistas y sin embargo es una sensación de la que última instancia disfrutan. De manera que podríamos precisar un poco más y decir que lo contrario al placer sería el dolor, pero el dolor descontrolado, ese que la persona no puede regular/parar.
Pasa algo parecido con el miedo. Muchas personas son capaces de disfrutar de esta emoción cuando saben de antemano que lo que sucederá no tendrá ningún tipo de consecuencia en la vida real, como puede ocurrir en un libro o en una película. El placer nace así de “engañar” al cerebro.
La felicidad
Una canción de la Oreja de Van Gogh dice que es un maquillaje de sonrisa amable. Esto refleja que en nuestra sociedad, en buena medida, la felicidad quizás haya pasado a ser un objeto de consumo más, a tener un precio y exigirnos ser quienes en realidad no somos.
A formar parte de una ruleta que quizás nos adapta a la sociedad, pero también nos desnaturaliza un tanto. Así, ganamos incomodidad trabajando más horas y aceptando malas condiciones para pagar por actividades que antes hacíamos nosotros y en las que ayudaba la comunidad. Hablamos de hacer la comida, recoger la casa o cuidar de los más pequeño o los más mayores.
Pues bien, los estudios nos dicen que ese estado que podríamos llamar felicidad se consigue a través del equilibrio, de una buena gestión de los deseos, de una buena organización de la pirámide de necesidades y de un contacto social con significado. Este contacto social además parece seguir una norma: cuanto menos costoso es, más complicado es que sea significativo.
Traducido. Un contacto social que demande una baja inversión de recursos sería, por ejemplo, una conversación a través del teléfono tumbados en el sofá. Un contacto social que demande una inversión considerable sería aquel en el que nos tenemos que desplazar y para el que de alguna manera nos vamos a aislar.
Además, un estado real de felicidad cambia nuestra perspectiva del mundo. Nos posiciona para hacernos una pregunta: “¿qué podemos dar?” frente a “¿qué nos pueden ofrecer?”. Deja atrás nuestra dimensión de seres necesitados para pasar a ser seres que pueden ayudar a satisfacer necesidades.
El placer
Quizás una de las diferencias que mejor limitan el espacio entre felicidad y placer sea que este último tiene un circuito neuronal mucho más sencillo (primitivo). Esto propicia, entre otras consecuencias, que el placer pueda ser muy destructivo. Hablamos, por ejemplo, de las adicciones. Pensemos que, de alguna manera, el placer no deja de reforzar una manera de cubrir una necesidad. Por ejemplo, fumar cuando alguien siente que la ansiedad crece.
Por otro lado, la felicidad parece ser el horizonte que responde a esa inquietud del ser humano que va más allá de la propia adaptación al medio. También tiene que ver y mucho con la propia adaptación/aceptación de sus características.
No se trata tanto de vivir durante más tiempo o alcanzar un mayor éxito reproductivo. No. Se trata también de fijar nuestra atención en cómo vivimos o en cómo nos reproducimos. Para hablar de ese pensar sobre solemos incluir el prefijo meta. Por ejemplo, el pensar sobre cómo pensamos (evaluar la calidad de nuestro pensamiento) da forma a nuestro metapensamiento.
De ahí que en buena medida, sabiendo del peligro que entraña el placer, la felicidad se sustente en buena medida de la gestión que hagamos de ese placer -biológicamente, podríamos decir, de la liberación y recaptación de los neurotransmisores asociados-. Así, por ejemplo, la mejor forma de satisfacer una necesidad no siempre es la más cómoda, rápida y económica.
Hacer este cambio resulta complicado cuando en el mundo primitivo casi no existía esa de necesidad de auto-imponernos límites. Requiere de una evolución personal al igual que ha evolucionado nuestra sociedad en la que existen, por ejemplo, supermercados y pastelerías ofreciéndonos un montón de productos a precios que nos permitirían consumir grandes cantidades.
De esta manera ha sido como la felicidad ha pasado de tener un encuentro íntimo con el placer a incluir a un tercer elemento. Un autocontrol que impida que terminemos siendo prisioneros de un placer obtenido de una manera determinada, mientras enterramos a nuestra propia eudaimonía.
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- Margot, J.-P. (2007). La felicidad. Praxis Filosófica, (25), 55–80.