La ridícula idea de no volver a verte
¡Qué ridícula idea! Suena tan imposible… que en sí no se sostiene. No volver a verte, no volver a abrazarte, no volver a escuchar la melodía que tengo para ti en el teléfono. No volver a envolverme en tu olor ni en tu manera de poner ese orden, que entendías solo tú, allí por donde pasabas. Pensar que antes solo podía sonreír con esa melodía.
Me tiemblan las manos, tiritan las piernas, mi corazón hace un quejido que se ahoga en un latir hueco, el suelo resbala, el aire se ha vuelto estanco, mis pulmones están vacíos, ya no siento el aire que agita las esquinas de la camisa, las palabras se atragantan en el estómago. No puedo gritar, tampoco huir. Me quedo quieto, igual que el resto del mundo, congelado.
Peleo en el barro
Cierro los ojos, aparece el primer recuerdo, al que espanto con un manotazo. Nace la ansiedad por crear más, me abrazo a esa necesidad como aquel que se monta en el funicular cuyo trayecto termina en el medio del precipicio y lo sabe. En mi mente aparece la idea de despertar de ese sueño en el que he caído sin querer, de dar un paso y caer.Siguen los escalofríos y las piedras cayendo en la mochila de mi espalda. Los tirantes se tensan y mis músculos también. Las rodillas me fallan y antes de darme cuenta estoy en el suelo. Agacho la cabeza y espero a que venga el dolor. Vamos, ven ya, llévame contigo, destrózame. Qué ridícula idea esa de no volver a verte.
Las palmas de mis manos se hunden y poco a poco las uñas se clavan en la arena embarrada por la lluvia, que al saberse atacada empapa los nudillos para no perecer estrangulada. Mis codos se doblan y tocan el sueño, mis puños se cierran y el agua se cuela entre los dedos.
Mis ojos se abren de nuevo y solo ven la oscuridad que he formado con mi cuerpo, esa en la que he encerrado la ridícula idea de no volver a verte.
Ana se acerca, noto sus pasos. La quiero alejar y lo único que hago es tensar más mi cuerpo. Aprieto los ojos, porque ahora las lágrimas son las que mojan la tierra. En algún lugar de mi cabeza aparece una orden: vete, aléjate.
Es un lugar muy lejano porque Ana no la escucha y me abraza, me abraza fuerte, con la fuerza con la que solo puede abrazar una niña de cinco años.
Esa ridícula idea de no volver a verla
La necesidad de proteger a nuestra hija pugna con esa idea, la de no volver a verte. Al final me entrego a su abrazo, lo hago de manera inconsciente. Su abrazo pierde fuerza, me dejo caer hacia un lado y ella cae sobre mí.Libero a esa ridícula idea, la de no volver a verte y ahora soy yo el que la abraza con la fuerza que me dan todos los años que has pasado a mi lado; mientras el dolor empieza a ser tan grande que el cerebro se revela y empieza a anestesiarme. Es una morfina que entra en la garganta, lo noto porque me ahoga y no me deja respirar.
-Papá, mamá no se ha ido. Es ridículo eso de no volver a verla.
Qué diantres sabrá aquella renacuaja. Su viva imagen. Me alegro por ella, porque aún tiene fe, porque la idea le parece aún más ridícula que a mí. Allí está, desafiando al futuro sin tener ni idea del dolor que vendrá. Por unos instantes me aferro a su ignorancia y esa mentira hace menos denso el aire, más fría el agua.
Cuando me levante sé que aquella ridícula idea nos condenará a estar unidos para siempre, con una lazo que va más allá de la genética. Me levanto, la cojo en brazos y camino despacio.
Los primeros pasos de un largo camino que aún no concibo; una parte de mí sigue esperando el dolor que vendrá, otra parte acaricia aquel pequeño rostro salado que forma parte del inmenso legado que ella me ha dejado.
La acuesto en su lado de la cama, le doy su almohada. Ella deja que su fino tacto la acoja. La miro y le canto una nana que para mí sigue sonando muy lejos. Pero creo que ella la escucha porque con sus manos atrapa una de las mías y acaricia las arrugas dejadas por el agua, antes de quedarse definitivamente dormida.