La pereza es una de las máscaras favoritas del miedo
Hoy en día cuando escuchamos a alguien decir que algo le da pereza nos echamos las manos a la cabeza. Una persona perezosa no es digna de aprobación por el sistema social, ya que es vista como alguien holgazán que no es capaz de cumplir sus obligaciones y hasta llegamos a considerarlo como alguien inferior. Un debilucho carente de voluntad.
Ciertamente, todos los humanos sentimos pereza en mayor o menor grado y las razones de que la compartamos son evolutivas. Como todas nuestras emociones, la pereza también tiene una función: hacer de freno para nuestro gasto de energía, de manera que siempre contemos con reservas en caso de necesitarla.
Los homínidos tomamos la alternativa de ejercer la pereza durante un tiempo en el que no era conveniente desperdiciar nuestra glucosa cerebral.
La pereza suponía un ahorro energético, pues no siempre había acceso a los nutrientes. Así, dejarnos gobernar por ella en determinados momentos podía ser una medida bastante acertada en aras de nuestra supervivencia. Actualmente esta desidia ya no es tan útil, pero aun así muchos de nosotros seguimos desarrollándola para posteriormente sentirnos culpables.
La sociedad nos ha inculcado la idea de que ser perezosos, vagos o remolones nos convierte en medio hombres, en seres inferiores que se merecen las críticas y la miradas despectivas del resto del grupo social. Es por ello que luego no sentimos culpables y no por el hecho de que flojear de vez en cuando sea algo tan malo como se nos pretende hacer ver.
Cuando usamos la pereza para justificar nuestros miedos
Muchas veces creemos sentirnos perezosos y dejamos de realizar ciertas actividades que nosotros mismos habíamos decidido emprender. Nos justificamos diciéndonos a nosotros mismos que lo haremos en otro momento en el que nos encontremos con más ganas o energía. Sin embargo, finalmente nos damos cuenta de que esto no va a ocurrir.
Los miedos pueden enmascararse de numerosas maneras y la pereza suele ser una de las máscaras favoritas del temor a realizar algo y que no nos salga de forma perfecta, o bien de emprender lo que teníamos pendiente y que quizás no sea aprobado por nuestro entorno. En este sentido, la pereza actúa como una herramienta de huída de la realidad.
“Si nos percatamos de que esto nos ocurre con cierta frecuencia, hay que quitarle el disfraz a esos miedos y tomar acción al margen de que nos apetezca más o menos”
Y es que la pereza llama a la pereza. Es decir, cuanto más caso le hacemos a ese estado de indolencia, más desganados nos sentiremos y menos fuerza de voluntad tendremos para salir de la inactividad. Esto repercutirá negativamente en nuestros miedos, que crecerán con más fuerza, agarrados a la racionalización de “lo haré mañana” o “cuando tenga ganas y motivación”.
Es por esta razón que es tan importante identificar si de verdad nos apetece parar un poco, quitarnos exigencias y obligaciones autoimpuestas y retomar nuestra homeostasis interna o es que tenemos miedo de emprender cosas que sabemos que son importantes para nosotros.
El miedo alimentado, crece y se generaliza: trae más miedos, que terminan por atrapándonos casi en totalidad.
Activación lejos de obligaciones
Dejar de mantener la pereza no quiere decir que nos pasemos al extremo opuesto y empecemos a llenar nuestra agenda de obligaciones innecesarias. Es más, cargar con tantas obligaciones puede incrementar de tal modo la fuerza de la pereza que termine venciéndonos cuando menos nos gustaría.
Está bien, y es totalmente lícito, de vez en cuando no ser tan extremistas y hacer un hueco para nuestro disfrute personal, al margen de lo que debemos o no debemos hacer.
Para ello, si que es conveniente abandonar el sofá y la televisión, que nos anclan en la inacción más profunda y no nos ayudan ni a sentirnos plenos ni autorrealizados. Lo ideal sería usar esa pereza para emprender acciones de ocio.
El ocio no es lo mismo que la pereza. Los romanos introdujeron este término para diferenciarlo del negocio -la negación del ocio, es decir aquello que se realiza para obtener ingresos y poder vivir-. Con el ocio, la persona realiza aquellas actividades que le agradan de forma profunda, aquello que más innatamente lleva en su interior.
Si ya se da el caso de que podemos aunar negocio y ocio, entonces somos personas muy privilegiadas, ya que obtendremos ingresos por el hecho de divertirnos o realizar una actividad placentera.
La pereza, por su parte, se entiende más como no llevar a cabo ni actividades de negocio ni de ocio y por lo tanto siembra la semilla de la dejadez, el cansancio sostenido e incluso de la depresión ya que no produce más retroalimentación que la culpa.
Por ello, lo más conveniente es mantenernos siempre en el punto medio, que como decía Aristóteles, es donde está la virtud: no dejarnos llevar por las obligaciones absolutistas de nuestra era ni tampoco abandonar nuestro yo a la desidia.
Lo sensato es caminar hacia el lugar en el que encontremos que estamos activos, nos sentimos útiles y tenemos objetivos y además, tener nuestro tiempo para dedicarlo a nosotros mismos, a la familia, amigos y al goce de la vida.