No me arrepiento, pero sé qué cosas no volvería a hacer
Todos somos falibles, delicadamente imperfectos, pero únicos en nuestra esencia y en nuestras historias personales. Por ello es bueno y necesario aceptar cada error cometido sin caer en el lamento perpetuo, pero teniendo claro a su vez qué cosas no volveríamos a hacer, qué caminos no tomaríamos de nuevo y qué personas dejaríamos en las fronteras de la distancia higiénica.
Woody Allen dijo una vez en una de sus películas aquello de que “no me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida, pero la verdad es que me gustaría ser otra persona”. Esta irónica frase resume muy bien un hecho concreto: los errores experimentados a lo largo de nuestro ciclo vital duelen, y cometerlos supone muchas veces sentir una ataque tan elevado hacia nuestra propia dignidad, que a menudo, sentimos ganas de darle al socorrido “botón de reinicio” imaginario.
“El éxito va de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”
-Winston Churchill-
Sin embargo, las personas no somos máquinas, y de hecho es ahí donde reside nuestra grandeza, en esa magia inscrita en nuestro ADN que nos insta a aprender de los errores cometidos para mejorar como especie y sobrevivir así mucho mejor a este mundo complejo. Al fin y al cabo, vivir es avanzar pero también cambiar y saber asumir cada mala elección o cada mala acción, es como un alto en el camino del cual aprender para ser mejores cada día.
No asumirlo, no aceptarlo o quedarnos aferrados a esa culpa que nos desangra y nos atornilla al pasado supone vetarnos a nosotros mismos ese necesitado crecimiento que uno debe asumir a cualquier edad y en cualquier momento.
Esas acciones que lamentamos, pero que conforman nuestro equipaje vital
La culpa o el arrepentimiento tiene muchas formas, sombras muy alargadas y teje en nuestra mente espesas telas de araña, propicias para quedamos atrapados durante un tiempo determinado. Hechos tan concretos como un relación con una persona equivocada, una decisión laboral poco acertada, un descuido fortuito, una promesa no cumplida, una mala palabra o una mala acción, suponen muchas veces tener que vernos ante el espejo sin filtros, sin anestesia y con una herida abierta. Es entonces cuando somos conscientes de las grietas de nuestra supuesta madurez, esas que toca reparar tras recoger los pedazos rotos de nuestra dignidad.
Por otro lado, en un interesante estudio publicado en la revista “Cognitive Psychology”, se facilita un dato que debe invitarnos a una profunda reflexión. Las personas más jóvenes suelen lamentarse de muchos errores cometidos a lo largo de su vida. A veces, basta una simple entrevista con alguien de entre 20 y 45 años para que nos enumere, una por una, cada mala elección, cada persona que lamentan haber dejado entrar a su vida o cada decisión mal tomada. Una valoración y un autoanálisis que puede ser saludable y catártico: nos ayuda a decidir mejor, a orientar con más acierto nuestras brújulas personales.
Sin embargo, el auténtico problema llega con la población de la tercera edad. Cuando uno alcanza ya los 70 años aparece el sentido lamento de las cosas no realizadas, de las oportunidades perdidas, de las decisiones no tomadas por falta de valentía. Así, algo que deberíamos tener muy claro es que el peor arrepentimiento es el de una vida no vivida. Asumamos entonces que muchos de nuestros supuestos errores, esos cuyas consecuencias no han sido fatales ni extremadamente adversas, son nuestro “equipaje experiencial”, nuestro legado vital y esas grietas por donde entra la luz de la sabiduría.
Los errores siempre llamarán a nuestra puerta de un modo u otro
Un error implica, por encima de todo, la aceptación de la responsabilidad. Es algo que la mayoría sabemos, no hay duda, pero que sin embargo no todas las personas son capaces de dar ese paso tan valioso, a la vez que digno. Seguidamente, acontece lo que en psicología llamamos “reparación primaria”, es decir, proceder a algo tan básico y elemental como puede ser dejar esa relación tormentosa, dar por finalizado un proyecto fallido o incluso pedir perdón por un daño causado a segundas personas.
“Los errores son en la base del pensamiento humano. Si no se nos proporcionó a habilidad de equivocarnos, fue por una razón muy concreta: para ser mejores”
-Lewis Thomas-
A continuación, debemos proceder a algo mucho más delicado, más íntimo y complejo. La “reparación secundaria” nos atañe a nosotros mismos; ahí debemos coser con precisa artesanía cada retazo desprendido de nuestra autoestima, cada fibra arrancada de nuestro autoconcepto, ahí donde no es bueno que se alojen los rencores, ni el peso de esas decepciones y donde uno acaba cerrando la puerta de su corazón y la ventana hacia nuevas oportunidades.
Por otro lado, en un trabajo publicado en la revista “Personality and Social Psychology”, nos recuerdan un hecho por el cual muchos de nosotros hemos pasado en más de una ocasión y que sin duda nos será familiar. A veces, nos autocastigamos a nosotros mismos con la recurrente frase de “Pero… ¿cómo he podido ser tan ingenuo/a, con la edad que tengo y cometiendo aún estos errores?”.
La creencia de que la edad y la experiencia nos hacen finalmente inmunes a los errores es poco más que un mito. Dejemos a un lado esas ideas y asumamos un hecho muy concreto a la vez que valioso: estar vivo es abrazarse al cambio y al desafío, es permitirnos conocer nuevas personas y hacer cosas diferentes cada día. Equivocarse en algunas cosas es parte del proceso y una pieza más de nuestro crecimiento. Negarnos a experimentar y anclarnos ad eternum a la isla del arrepentimiento, del miedo y del “mejor me quedo como estoy” es limitaros a respirar y a existir pero no a VIVIR.
Imágenes cortesía de Miss Led