Las apariencias no engañan, lo que engaña son las expectativas
Las expectativas altas en ocasiones terminan en tristes desengaños. Esto es lo que nos ocurre muy a menudo con ciertas personas sobre las que gestamos toda una alquimia de deseos y esperanzas, para que día a día se vayan derrumbando como un castillo de naipes. Todo ello nos demuestra que a veces, lo que falla no son las apariencias, sino las propias expectativas.
Es muy posible que más de uno de nuestros lectores se diga aquello de que mantener unas altas expectativas en la vida es algo necesario, es un motivador, lugares arriesgados donde queda depositada la confianza en uno mismo y la sensación de que nos merecemos siempre lo mejor. De hecho, se sabe que a la hora de enfrentarnos a una determinada tarea las expectativas altas generan una actividad cerebral mayor y que incluso amplían nuestra gama de respuestas.
“Bendecido el que no espera nada porque nunca debería ser decepcionado”
-Alexander Pope-
Ahora bien, el auténtico problema no está en la motivación que nos generan, sino en la atribución que hacemos sobre ellas y en la pericia con la que maquillamos el riesgo que en el fondo entrañan. De hecho, lo creamos o no, gran parte de la población sitúa su nivel de expectativas muy por encima de la propia realidad. Es una práctica muy común, tanto, que quien más y quien menos conoce a la típica persona que vive eternamente decepcionada porque los demás no se ajustan a la inalcanzable cumbre de sus expectativas.
Vivir en el solitario escalafón del deseo de una existencia perfecta, de una relación afectiva ideal y de un concepto de la amistad devoto y abnegado, lo único que genera es desconsuelo. Es caer en la eterna trampa del “yo merezco lo mejor” sin saber que lo mejor no es necesariamente “lo perfecto o lo ideal”, sino aquello por lo merece trabajar cada día en común para conseguir una felicidad real, sincera y satisfactoria.
La trampa de las expectativas, una telaraña donde quedar atrapados
A menudo suele decirse que el concepto que tenemos de nosotros mismos se ha ido tejiendo por que otros han tenido sobre nuestra persona a lo largo de todo el ciclo vital. Nuestros padres, maestros, profesores, amigos y compañeros de trabajo han ido hilando ese manto sutil donde a menudo se haya la imagen que tenemos de nosotros. Si a ello se le añade además las expectativas que uno mismo también construye sobre quienes le envuelven, nos daremos cuenta de la extraña tela de araña en la que andamos diariamente.
Pensemos por un momento en esta extraña ironía: muchos somos en gran medida lo que otros esperan que seamos, pero cuando los demás no actúan como nosotros queremos, nos desesperamos. Es el súmmum de la infelicidad, no hay duda.
Además, esta es una realidad que se ve muy a menudo en las relaciones de pareja, ahí donde es muy común situar en la otra persona unas expectativas muy altas y muy rígidas, como un guión auto-impuesto sobre lo que esperamos que la otra persona haga, diga y nos ofrezca en un afán también por reafirmarnos a nosotros mismos.
Barry Schwartz, profesor de psicología de la Universidad de Universidad de Swarthmore y autor de libros tan conocidos como “¿Por qué más es menos?” nos explica que en materia de relaciones afectivas o de amistad, deberíamos “economizar” en expectativas o más que limitarlas, focalizarlas sobre nosotros mismos.
Aquello de “no esperes nada de nadie espéralo todo de ti”, tiene sin duda una base muy real. Deberíamos ser capaces primero de invertir en nuestro propio crecimiento personal para dejar de buscar personas supuestamente perfectas e ideales si primero, no hemos logrado ser la mejor versión de nosotros mismos.
El efecto Michelangelo
Una buena parte de los libros de autoayuda nos recuerdan que “lo mejor está aún por llegar”, que “aquello que merecemos está a la vuelta de la esquina”. Este tipo de enfoques nos llenan de ilusión y esperanza, no hay duda, abriendo nuestras antenas siempre hacia mejores oportunidades. Sin embargo, debemos ir con cuidado con este tipo de ideas por una razón muy concreta: pensar que siempre puede haber algo mejor a lo que ya tenemos nos puede sumir en una búsqueda eterna e infructuosa, en una espera inagotable donde hallar algo demasiado ilusorio e intangible.
“Cuando las expectativas de uno son reducidas a cero, uno realmente aprecia todo lo que tiene”
-Stephen Hawking-
En relación a esta idea nos vendrá muy bien reflexionar en lo que se conoce como el efecto Michelangelo. Cuando Miguel Ángel, el maravilloso pintor, arquitecto y escultor renacentista veía un bloque de mármol o de piedra determinado, ya vislumbraba en ella a un ser dormido que debía despertar. La magia estaba allí, contenida, escondida y latente. Solo tenía que coger sus herramientas y golpe a golpe y arista a arista, ir esculpiendo su bellísima obra con delicada paciencia, ingenio, originalidad y cariño.
Por tanto, las expectativas siempre serán buenas mientras sean realistas y actúen como motores de motivación. Sin embargo, no olvidemos que las mejores relaciones son aquellas que se trabajan día a día, porque es así como nace la perfección de un vínculo. Es así como nace la magia de una relación ideal, en ese empeño cotidiano donde se liman las esquinas, donde se esculpen espacios comunes, donde se contornean esas redondeces donde acoplarnos, esas esquinas donde descansar y esos relieves que definen una amistad única o un amor especial.
Porque más allá de las apariencias y de las altas expectativas, está sin duda la belleza humilde de toda persona que merece ser descubierta con delicada paciencia y con firme compromiso momento a momento.