Las chicas de la casa iluminada (retrato sobre la anorexia)
En esta pequeña casa de Malawa (Polonia) el sol reverbera en cada rincón. La luz cálida intenta dar aliento a esos cuerpos femeninos delicados y frágiles, a esas mentes que libran una descarnada pero silenciosa batalla contra la anorexia, mientras intentan recordar aquello que un día perdieron: el amor a ellas mismas.
Marie Hald es una fotógrafa danesa que encontró de casualidad esta casa. Le llamó la atención la calma serena de sus tejados azules, de sus árboles y de ese jardín donde paseaban jóvenes de cuerpos pálidos y esqueléticos. Este hogar humilde al que llaman “El árbol de la vida” acoge a chicas con trastornos alimentarios, muchachas a las que nutrir de raíz para que sus hojas se alcen de nuevo tersas, fuertes y luminosas.
“Vivimos en una sociedad donde la boda importa más que el amor o el físico más que el intelecto. Vivimos en una cultura donde el envase es más importante que el contenido”
-Eduardo Galeano-
Entre estos muros la luz es siempre un elemento indispensable. El sol entra en cada rincón e ilumina con esperanza esas figuras lentas, tibias y casi imperceptibles que duermen hechas un ovillo, que cantan con sus guitarras, que leen, duermen y lloran a escondidas.
El brillo del día trae además destellos contra esos espejos que la anorexia tanto busca y a la vez detesta. Ahí donde sus imágenes distorsionadas esperan encontrar por fin una tregua, una ansiada alianza donde integrar el propio físico con un corazón que empiece a aceptarse, a quererse y a reconstruir los fragmentos rotos de sus identidades.
Los incomprendidos laberintos de la anorexia
Al demonio de la anorexia se le suele humanizar con el nombre de “Ana”. Sus laberintos son tan oscuros, intrincados y desconocidos que aún a día de hoy, siguen manteniéndose ideas que no son del todo ciertas. Esto mismo es lo que descubrió la propia fotógrafa cuando pidió permiso para convivir una semana con estas adolescentes en la “casa iluminada” de Malawa.
Lo primero que descubrió Marie Hald es que la anorexia tiene un lenguaje propio. El autocontrol, la necesidad de perfección y la fragilidad emocional era el idioma de esa enfermedad donde no solo se busca estar delgado/a. Es algo más, algo más profundo, atómico y voraz. Cuando “Ana” llega a la vida de estas chicas -y también chicos- busca instaurar el orden en el caos emocional al que están supeditados estos jóvenes casi siempre brillantes, buenos estudiantes e hijos perfectos.
Ahora bien, lejos de aportar equilibrio, lo que impone “Ana” es un férreo autocontrol basado en la inanición, la purga y el castigo. Sin embargo, nada de esto alivia el sufrimiento interior. Porque si la anorexia fuera solo un problema de imagen corporal todo acabaría cuando se alcanzara ese peso esperado, esa talla anhelada que armoniza con el férreo canon que establece la mundo de la moda.
Sin embargo, ese demonio descarnado pide más. No le basta con que los huesos salgan de la piel: ansía quedarse el alma y para ello, pone en marcha mecanismos como las distorsiones cognitivas, la ansiedad, la depresión, las autolesiones, etc.
Las chicas de la casa Malawa vencen la anorexia
Algo de lo que nos están avisando médicos y pediatras es que la menarquía se está adelantando en la mayoría de las niñas de las sociedades occidentales. La entrada temprana a la pubertad provoca que exista una mayor vulnerabilidad a este tipo de problemas, hasta el punto de que ya hay muchos casos de niñas de 10 años con anorexia.
Tampoco podemos olvidar que estamos ante la enfermedad mental con mayor mortalidad. No obstante, a diferencia de lo que sucedía en los años 80, ahora existe una mayor concienciación y se suele diagnosticar la enfermedad en las fases más tempranas. Un diagnóstico precoz supone una remisión total de la enfermedad en el 60% de los casos. Existe pues un aliento de esperanza.
Las chicas de la casa Malawa son un ejemplo de ello. La terapia cercana, íntima y familiar que llevan cabo en este hogar siempre habitado por la luz, la música y seis comidas al día tiene un claro objetivo: dejar que el demonio de la anorexia se quede entre esos muros.
Las chicas que llegan aquí tienen entre 12 y 21 años. Lo primero que aprenden es a ser fuertes, a que por muy frágiles que sean esos huesos que asoman bajo la piel, sigue existiendo un alma que merece seguir adelante, un corazón al que dejar de maltratar y un cuerpo al que aprender a aceptar, a querer y a integrar.
En la casa de Malawa se llora, se canta y se habla de los infiernos personales que cada uno trae en su interior. Fuera de estos muros se intentan dejar también esa encrucijada mediática de los cuerpos perfectos donde se moldean conciencias, aspiraciones y ante todo, se cercenan autoestimas.
La luz del sol retira velos y sombras para que estas chicas se vean cara a cara las unas a las otras. La autoaceptación llega a poco a poco, como ese atardecer tranquilo que todo alivia y que nos obliga a volver al hogar, a esa conciliación con nosotros mismos.
No es un lucha fácil y algo que saben en este centro es que esta batalla, posiblemente, no terminará nunca. La casa Malawa siempre tendrá sus puertas abiertas para esas chicas y esos chicos víctimas de una sociedad en la que la perfección y delgadez parecen ir de la mano; nos empuja a caminar sobre un sendero artificial en que la apariencia tiene más valor que la propia salud e incluso la vida.
No es lo adecuado ni es lógico. En nuestra mano está intentar cambiar conciencias, valores y ser sensibles ante estos jóvenes que claman nuestra ayuda en la soledad de sus cárceles personales.
Imágenes cortesía de Marie Hald