El fascinante mundo del error
Una educación restrictiva va formando la idea de que una equivocación es poco menos que una hecatombe. En la escuela o en el hogar pueden haberte inculcado que existe un mundo de lo correcto y otro de lo incorrecto, y que tu misión en la vida es ajustarte 100% al primero. Eso es por sí mismo un error.
En primer lugar, lo que es desacertado o no, depende de un sinúmero de circunstancias, lo que la ciencia o los sabios dicen que hoy es erróneo mañana puede ser acertado… Al final, toda conducta o acto están inscritos en un contexto más o menos determinista.
En segundo lugar, no necesariamente lo que una sociedad proclama como “bueno” realmente es lo mejor para quienes la componen. Las instancias de poder se encargan de promover un catálogo de valores que muchas veces responden a sus propios intereses, antes que al bien público. El caso más extremo lo encontramos en los regímenes que han llevado a cabo “purgas”, por motivos de raza, religión o ideología. Incluso, nosotros mismos muchas veces actuamos como mecanismos de control de lo establecido cuando llamamos loco a alguien que se atreve a hacer algo diferente.
¿De veras un error?
No es tan sencillo establecer qué es un error. Incluso la ciencia ha dado por sentado algo como verdadero, para descubrir más adelante que no lo era. Desde mi punto de vista, en el mundo individual podríamos decir que el error es la expresión de una contradicción entre lo que deseamos ser o hacer y otros impulsos que nos llevan a estropear nuestros propios planes.
El psicoanálisis aborda el error como la expresión de otro deseo, más profundo, que no se ha hecho consciente. Desde ese punto de vista, el ser humano no es tan coherente como se presume sino que se halla habitado por todo un universo de contradicciones. Querer vivir y morir a la vez; amar a otros y fantasear con desaparecerlos al mismo tiempo; odiar una forma de actuar y esneguida actuar de esa manera cuando se presenta la ocasión.
Por eso tantas veces nos sorprendemos diciendo o haciendo cosas que, según argumentamos, realmente no queríamos decir o hacer. A veces también nos preguntamos: ¿Pero cómo es que si sé qué debo hacer no lo hago? O nos volvemos creativos buscando explicaciones y pre-textos: “Yo no quería agredirte, pero es que tú me sacas de casillas”.
Podría decirse entonces que, desde el punto de vista del inconsciente, los errores de nuestro día a día son en realidad otra forma de acertar. Lo que falla es el control de la consciencia sobre esos deseos ocultos, que finalmente se abren paso y triunfan. Acierta el deseo oculto. Acierta lo que está ahí luchando por salir a flote, frente a esas mordazas y cerrojos de la conciencia que no lo dejan emerger.
Nuestro amigo el error
Somos poco tolerantes frente a esos aciertos inconscientes. Por eso los llamamos errores y en lugar de prestarles atención, buscamos la manera de imponerles el dominio de la voluntad consciente. Co-regirlos, suprimirlos, negarlos. Que vuelvan al mundo de las sombras y no se interpongan entre lo que conscientemente buscamos y lo que efectivamente decimos o hacemos para alcanzarlo.
El viejo Freud nos enseñó que todos esos esfuerzos son inútiles. “Lo reprimido retorna”, decía el médico vienés. Tú le pones la cortapisa por la derecha y vuelve a salir por la izquierda. Le aplicas fuertes controles en el día y por la noche reaparece, quizás como un extraño sueño o una angustiante pesadilla. Le impones los parámetros de la razón y aún así vuelves a llegar tarde, terminas quedándote callado cuando debías hablar, rompes la dieta que tanto te importa o sigues discutiendo con quien habías prometido no volver a pelear jamás.
Tal vez lo más amable contigo mismo sea terminar de aceptar de una vez por todas que ese “algo” no se va a dar por rendido. Y no lo va a hacer precisamente porque eres tú mismo llamándote. Buscándote. Intentando que conviertas el error en saber. Aprovéchate de él