El niño callado y obediente no siempre es un niño feliz
El niño callado que mira el mundo desde un rincón y que obedece a la primera no siempre es un niño feliz, por mucho que sea “cómodo” para las personas que le rodean. A menudo, cuando sentimos temor, desesperación o vergüenza tendemos a escondernos en una esquina recóndita de nosotros mismos. Por ello, lo ideal es enseñar respeto, no educar mediante una obediencia ciega que parte de esa misma angustia que roba identidades.
No nos equivocamos cuando decimos que el tema de la obediencia es un aspecto sobrevalorado, e incluso mal entendido, por muchas familias. Es más, en boca de muchos padres y madres se escucha con demasiada frecuencia la clásica frase de que “la garantía de la felicidad está en la obediencia”. No falta tampoco el progenitor que se enorgullece de sí mismo al ver cómo sus hijos cumplen a la primera con las órdenes que reciben.
La obediencia ciega no es lo mismo que la obediencia inteligente. No, sobre todo si esta se aplica a través del miedo. No si al niño se le inculca desde bien temprano la idea de que lo más importante es complacer al otro, dejando a un lado las propias necesidades intrínsecas, criterios y voluntades.
Tarde o temprano, llegará el día en que ese pequeño deje de considerarse valioso. Acontecerá posiblemente ese momento en que deje también de defenderse a sí mismo para permitir que otros lo manejen a su antojo.
“El propósito de la educación es mostrar a la gente cómo aprender por sí mismos. El otro concepto de la educación es adoctrinamiento”.
-Noam Chomsky-
El niño callado y el efecto de la educación autoritaria
Hay niños exploradores. De esos que todo lo tocan, que todo lo miran y preguntan. Pequeños coloridos que ocupan espacios con una curiosidad insaciable. Son pequeños felices. Por otro lado, también hay niños callados, algo más reservados, pero que no tienen dificultad alguna para conectar. Basta con encontrar un tema que sea de su interés para verlos brillar y demostrar esa riqueza sensacional que guardan en su interior. Son niños introvertidos y felices.
Ahora bien, a menudo también nos podemos encontrar con esos pequeños que rehúyen la mirada. Parecen buscar la esquina más diminuta de su interior para hacerse un ovillo, para simular que no están. Para sentirse a salvo de un mundo que no entienden, pero al que obedecen a raja tabla. Son esos niños que no protestan por nada, y en cuyo vocabulario no existen los “por qués”, ni las preguntas que exploran, ni los ojos que cuestionan…
El niño callado que obedece a la primera no siempre es un niño feliz.
Queda claro que nuestros hijos y alumnos necesitan límites y unas normas estables. Sin embargo, el niño callado que obedece siempre sin cuestionar es muy a menudo el producto de una educación autoritaria. Esa donde las reglas se imponen mediante la amenaza y no a través de la inteligencia.
La inteligencia de quien no hace uso del miedo, sino de la empatía. De quien prefiere trasmitir a sus hijos el sentido del respeto y la oportunidad de entender por qué hay que cumplir ciertas reglas, ciertas normas.
En este mismo contexto, no podemos dejar de lado un hecho casi esencial. Los niños deben comprender el fundamento de todo lo que se les pide. Si nos limitamos a imponer una obediencia incuestionable, criaremos personas inmaduras, perfiles que siempre necesitarán de alguien que les diga qué hacer y qué no hacer en cada momento.
En la vida de una persona llega un instante en que debe hacer caso de sus propios criterios internos. La rebeldía ocasional o el cuestionar las normas que nos imponen nuestros padres, da forma a esos primeros intentos por definir nuestra propia identidad. Algo que los padres también deben entender.
Criemos niños felices, no niños esposados por la obediencia ciega
Como padres, madres o educadores, hay algo que todos sabemos. Alzar la voz y decirle un niño aquello de “haz esto y hazlo ya porque yo te lo digo” es un recurso que nos ahorra tiempo. Lo hacemos desde la urgencia y nos da buenos resultados, todo hay que decirlo.
Sin embargo, ¿qué precio pagamos con ello? ¿Qué consecuencias tiene aplicar una obediencia inmediata que se sirve del grito? Los efectos son inmensos. Daremos forma a un niño callado o con comportamientos desafiantes. Con ese tipo de dinámicas autoritarias perdemos lo más esencial que podemos construir con nuestros pequeños: la confianza.
Ahora bien, la siguiente pregunta sería pero ¿cómo consigo que mi hijo me obedezca? Queda claro que no es fácil, no lo es cuando hasta el momento solo lo hemos conseguido mediante la amenaza y el castigo. Sin embargo, a veces la respuesta es mucho más sencilla de lo que parece. Si deseamos que un niño confíe en nosotros cuando le pedimos que haga o cumpla algo, aprendamos también nosotros en confiar en él, aprendamos a respetarlos.
El respeto se muestra escuchando. Respondiendo preguntas, razonando con ellos, fomentando la reciprocidad. El respeto se gana teniendo en cuenta sus necesidades, sus preferencias, sus curiosidades. Hay que dar paso por tanto a un tipo de obediencia inteligente donde el niño entienda el por qué de cada cosa, donde interiorice las reglas conociendo primero su utilidad.
Queremos niños felices, receptivos con su entorno, ansiosos por aprender. No niños callados por la sombra del miedo y el autoritarismo.