La creatividad se aprende
El hombre nace creativo, pero la sociedad lo obliga a dejar de serlo. La creatividad desordena, pone en cuestión lo establecido. Es una especie de caos alegre sin rumbo definido y por eso entraña un peligro que hace saltar todas las alarmas: la creatividad hace tambalear la certeza de lo que estamos acostumbrados a considerar como “razonable”.
La creatividad, el absurdo y la locura son géneros de la misma especie: el pensamiento divergente. Por eso la educación tradicional asume que se trata de un asunto que se debe reprimir en mayor o menor medida. El niño dice: “La luna acaba de sonreírme” y el adulto bien informado responde: “No, cariño. La luna es un satélite que gira alrededor de la tierra y no te puede sonreír”.
Ciertamente, “educar” es una tarea que no parece incluir la tarea de “enseñar a crear”. Más bien se busca inculcar el conocimiento adquirido para que sobre esa base se produzca la creación. Siempre sobre-esa-base, no por fuera de ella. Esto, en últimas, no permite desarrollar un pensamiento creativo.
Las inteligencias y la creación
Hay mayor interés en descifrar “cuánta” inteligencia tiene una persona, que en averiguar qué clase de inteligencia posee. Al sistema educativo no le interesa mucho esa segunda pregunta. Solamente está enfocado en formar personas que puedan acumular y operar un conjunto de datos dados, de la manera más diestra posible. Tiene un espíritu industrial y su máximo logro es producir individuos de estirpe tecnocrática.
En ese entorno la creatividad se reduce a un ejercicio de innovación, que siempre tiene límites muy precisos. Hay aplausos para el que, por ejemplo, logra presentar un simpático robot en la feria de la ciencia. “Serás un gran ingeniero”, le dicen. En cambio es reprobado aquel que intentó cuatro o cinco ideas que nunca logró resolver. “El mundo también necesita operarios”, dicen en voz baja sus maestros.
Pareciera que en el mundo solo hay lugar para una manera de ser inteligente. La que resulta “útil” a la producción tal y como está establecida. La que se adapta sin problema al pensamiento científico o técnico. El talento en otras áreas, como las artes, por ejemplo, también ha sido capturado por este tipo de lógicas. Hay “curadores” que hacen análisis sesudos para decirte si tu obra vale o no. Hay críticos literarios que te consagran o te barren del panorama. El poder. Siempre el poder.
La creatividad y las emociones
¿Qué va del genio precoz al que no lo logra en la escuela? Lo que va es una historia en la que cada uno se ha relacionado de manera diferente con el poder. Las palmaditas en el hombro y la aprobación de toda una sociedad le dan al primero una confianza sólida; su inteligencia convergente le otorga un lugar nítido en el mundo del éxito.
Al segundo le ocurre lo contrario. Tiene una inteligencia divergente, piensa en otros términos, sus razonamientos y sus elucubraciones toman otro rumbo y su resistencia a la forma de ser y de hacer en la escuela proviene de otros vacíos que la “educación” nunca ha tomado en cuenta. Vaya uno a saber cuántos descubrimientos insospechados puede haber en sus absurdos, en sus errores. Ha sido atravesado por la censura social y quedó atrapado en ella.
Occidente tiene la mala costumbre de separar la realidad en casillas para hacerla, aparentemente, más comprensible. Te dicen que eres “emocional” o “cabeza fría”, como si las emociones y el intelecto fueran frutas de diferente canasta. Allí donde sentimos, allí también pensamos. Y viceversa.
Por eso la desaprobación, o la reprobación, de tu intelecto, bien pronto puede convertirse en estupor, miedo, bloqueo. “Me quedo en blanco cuando me preguntan”, dicen estos maravillosos y asustados rebeldes para explicar su “fracaso” escolar.
De ahí que los expertos coincidan en que la creatividad sí se aprende. De la manera más paradójica: desaprendiendo esa historia educativa en la que no hubo lugar para el más grande maestro de la inteligencia humana: el error.
Imagen cortesía de maxim ibragimov