Residencia de la tercera edad y la soledad
Cada vez que visito una residencia de la tercera edad me invaden emociones contrapuestas. Por una parte, siento una alegría inmensa por la existencia de estos centros tan fantásticos que se hacen cargo de nuestros mayores. Reciben todo tipo de cuidados y la labor de todos los profesionales es admirable. Por otra parte, siento mucha tristeza. Las prácticas de la carrera las hice en una residencia de la tercera edad y los trabajadores me comentaban que había algunos mayores que no recibían una visita desde hacía meses.
Cada poco tiempo voy a visitar a mi tío a la residencia. Está muy bien cuidado, limpio y alimentado. No es muy mayor, pero ya es incapaz de cuidar de sí mismo. No tiene pareja ni hijos. La mejor decisión que se pudo tomar fue ingresarlo allí. Él está bien, feliz. Engordó varios kilos. Dicen que tiene un buen comportamiento. Me gusta ir a visitarlo e invitarle a un café. Él se alegra y me saluda con un: “¡qué pasa campeón!”. Aunque la mayoría de las veces me confunde con mi hermano.
La residencia de la tercera edad y el pasillo triste
Cuando voy a buscar a mi tío a su habitación tengo que atravesar medio edificio. Cojo el ascensor, llego a su planta y desde ahí a su habitación hay un pasillo donde siempre se encuentran varios mayores sentados en sillas de ruedas. No se pueden casi mover. Cuando paso por su lado les saludo a todos con una amplia sonrisa. Algunos me miran y sonríen, otros me miran y no cambian el gesto y otros directamente no reparan en mi presencia. Siempre que voy, veo a los mismos allí sentados, solos.
Algunos están siempre quietos y cabizbajos y me pregunto qué les rondará por la cabeza. Cómo habrán sido sus vidas. Sobre todo me pregunto si alguna vez se imaginaron acabar atados a una silla de ruedas inmóviles y con la mirada perdida; consumidos por la vida, por la soledad, por la enfermedad o por todo a la vez.
Recuerdo que en las prácticas conocí a un señor mayor al que siempre tenían en una habitación con otra mujer que solo reía y gritaba. Se trataba de un señor, en principio, bastante violento. Padecía un alzhéimer tan avanzado que casi no podía hablar.
Un día me propuse interactuar con él. Me senté a su lado y comencé a escarbar en su vida. Casi siempre se expresaba con monosílabos. Logré que me dijera su pueblo de nacimiento, que casualmente yo conocía. A raíz de ahí, poco a poco, empecé a sacarle más palabras. Incluso un día, a pesar de tener un rictus serio, me sonrió.
Solo buscan cariño
Un día de prácticas, caminando por el pasillo, le escuché gritar. Acudí a la sala donde estaba y me encontré con dos auxiliares intentando que se incorporara para lavarlo; sin embargo, él no paraba de zarandearse.
Entré en la habitación, me vio y se dejó caer en la silla completamente relajado. Había encontrado la clave. Tenía la respuesta justo delante de mí. Detrás de aquella mirada inexpresiva, de ojos cristalinos casi secos y con las capacidades cognitivas gravemente afectadas, se encontraba una persona que solo deseaba recibir cariño.
De hecho, el tema de recibir cariño y compañía es tan importante para estas personas que Gea Sijpkes, directora de la residencia Humanitas en Holanda, puso un proyecto en marcha. En 2012, decidió dar alojamiento gratis a estudiantes en la residencia a cambio de pasar al menos 30 horas al mes con sus residentes.
“No se puede evitar el dolor y las discapacidades que llegan con la edad, pero sí se puede mejorar la calidad de vida de las personas”.
-Gea Sijpkes, directora de la residencia Humanitas-
Detrás hay un alma deseando conectar
Tanto en la residencia de la tercera edad en la que hice las prácticas como en la que está mi tío, he podido observar que planea la sombra de la soledad en muchos de nuestros mayores. Los profesionales de estos centros tienen mucho trabajo y no pueden ofrecer el acompañamiento necesario. Sin embargo, me entristece mucho aquellos mayores que reciben pocas o ninguna visita. Detrás de cada uno de ellos hay un alma deseando conectar con otra persona. La soledad les consume poco a poco.
Esta sociedad nos enseña que lo que merece la pena ser cuidado es aquello que resulta funcional, aquello de lo que podemos sacar algún beneficio. Me apena ver que en muchas familias cuando creen que sus mayores ya no “aportan nada”, los ingresan en una residencia de la tercera edad y los abandonan allí, visitándoles muy de vez en cuando. Nuestros mayores han tenido una vida, han tenido una historia, han ofrecido parte de sus vidas por nosotros y nosotros los abandonamos.
No cabe duda que las residencias son una alternativa magnífica en muchos casos y que, gracias a ellas, muchos de nuestros mayores gozan de unos cuidados exquisitos. Este artículo solo pretende resaltar la soledad y el abandono al que están sometidos muchos de nuestros mayores. Como si fueran una carga, son postrados al olvido en este tipo de centros.
La residencia de la tercera edad y su gran labor
Muchas familias, por circunstancias laborales, económicas o de tiempo no pueden hacerse responsables de un cuidado correcto de sus mayores cuando estos ya no son autosuficientes. Por lo que en estos casos optan por ingresarlos en la residencia. Sin embargo, siempre que pueden, van a visitarlos, les abrazan, les besan.
A pesar de estar en una residencia de la tercera edad, la sensación de abandono no existe. La residencia se convierte en su nuevo hogar en el que conviven con otros mayores y sus familiares van a visitarles con frecuencia.
No debemos olvidar la gran labor que realizan todos estos centros, pero tampoco debemos olvidar a nuestros familiares que hay en ellos. Hace años dieron su vida por nosotros y somos lo que somos gracias a su trabajo, a su esfuerzo, a su educación.
Qué mínimo que estar a su lado cuando nos necesitan, qué mínimo que darles el tiempo que ellos nos dedicaron, qué mínimo que hacerles ver que no están solos y que nos tienen siempre a su lado. Porque, no lo olvidemos nunca, nosotros estamos en este mundo gracias a ellos.