Los monstruos de la noche
Hemos crecido en un mundo poblado de seres fantásticos. Probablemente jamás se nos ocurrió dudar de su existencia durante la infancia. Se dividían en dos: los buenos y los malos. Entre los buenos estaban las hadas, los ángeles, los genios, los héroes. Los malos eran zombies, hechiceros de todos los pelambres, demonios, vampiros y monstruos.
El mundo era más o menos sencillo de día: nuestros padres, o el adulto que hiciera sus veces, o nosotros mismos si era del caso, éramos los buenos y atajábamos a cualquier engendro que intentara filtrarse en nuestro plácido mundo de risas y de juegos. La noche, en cambio, jugaba sus cartas a otro precio. ¿Quién no despertó alguna vez sintiendo que había sido visitado en sueños por alguno de los temibles seres? ¿Quién no creyó ver entre las sombras alguna figura escurridiza que acechaba?
Lo interesante del asunto es que de niños somos capaces de hacer lo que sea por volver a ver esa película que nos heló la sangre. Por volver a escuchar esa historia misteriosa, con la sensación de querer salir corriendo, pero sabiendo que no nos perderíamos su desenlace por nada en este mundo.
Cuando el monstruo sigue vivo
“El exorcista” es el clásico de terror más visto de todos los tiempos. Y no es una película infantil. Más de un adulto bien informado y perfectamente escéptico tuvo algunas noches inquietantes después de ver esa excelente cinta, en la que el final deja bien claro que la amenaza sigue latente. Y no se diga nada de los que prefieren evitar los hoteles apostados en caminos solitarios después de ver “Psicosis”, la obra maestra de Alfred Hitchcock.
Más adultos de los que pensamos siguen pensando que un día cualquiera van a ser asaltados por algún zombie hambriento de su cerebro. Y si no son los muertos vivientes o los vampiros, denuncian la existencia de complots extraterrestres o la diseminación estratégica de demonios buenos y malos por el mundo. Otros saben de brujos perseguidores o de sectas demoniacas aterradoras. Incluso hay quienes temen algún poder oculto y sobrenatural que pueda haber en la tecnología. Un cierto terrorcillo campea por los resquicios de nuestra sofisticada postmodernidad.
Independientemente de los valores religiosos que pueden sustentar este tipo de creencias, muchos de los relatos de terror sobre los que se edifican y alimentan, rayan francamente en lo absurdo. Y no pueden tener otra explicación como no sea la de ser temores infantiles que siguen respirando como tumores insanos en nuestro mundo interno.
De qué va el terror
En “Tótem y Tabú”, Freud nos habla del impresionante poder de la sugestión y la creencia. En Nueva Zelanda un hombre considerado santo abandona algunos restos de comida, que luego son consumidos por un joven esclavo. Este acto es considerado un crimen por su cultura, por eso, una vez terminar de comer, el muchacho entra en estado de pánico, convulsiona y muere al anochecer del día siguiente.
Hitchcock ubica la génesis de su pasión por el misterio y el terror en una experiencia desconcertante que vivió a los 17 años.
Harto de lo que experimentaba como un control asfixiante por parte de su padre, decide escapar y viaja a Londres para probar suerte. Sin apenas darse cuenta es interceptado por una patrulla de la policía y arrestado. Él pregunta qué cargos se le imputan, pero los oficiales no le responden. El miedo crece cuando la patrulla pasa de largo por frente de la comisaría y se desvía hacia un sitio indeterminado. El famoso director de cine dice que no hay una palabra que pueda describir lo que sintió en aquellos momentos. Finalmente, los policías lo dejan frente a su casa, donde su padre lo estaba esperando. Había vivido en carne propia su primera historia de terror y lo marcó por el resto de su vida.
Su relato desvela claramente los mecanismos que se activan en la lógica del terror. En el miedo normal cada quien sabe a qué le teme y evalúa las opciones que tiene para enfrentar a ese objeto. Huirá, lo confrontará, lo denunciará o hará lo necesario para quitarlo de en medio.
En el terror, en cambio, el sentimiento de temor alcanza nuevas dimensiones. Y lo hace precisamente porque hay ausencia de información sobre el grado de amenaza. Se trata de un objeto sin referencias que, por lo mismo, causa una terrible sensación de extrañamiento. No sabemos qué se puede esperar de “eso”. Tampoco sabemos si contamos o no con los recursos para enfrentarlo. Más si se trata de un ser “sobrenatural”, por cuanto funciona en códigos que desconocemos por completo. No queda más que permanecer en una angustiosa expectativa, sin saber qué hacer, como le ocurrió a Hitchcock.
Si te fijas, la trama de las películas de terror precisamente gira en torno al conflicto que se desencadena entre un ser desconocido y espantoso, y los esfuerzos del protagonista por conocerlo, entender su naturaleza y desentrañar sus vulnerabilidades para poder enfrentarlo.
Hay mucho de heroísmo si hacemos lo mismo que el protagonista con esos miedos irracionales en nuestra propia vida. Sólo así, quizá, dejen de acecharnos en forma de monstruo por las noches.