Los niños: víctimas invisibles de la violencia de género
Un cinturón que suena desde el aire contra la piel. Palabras que cortan como cuchillos. Insultos, dolor y marcas. Silencio, lágrimas, un nudo en la garganta y juguetes por el suelo. La banda sonora que envuelve la violencia de género suena una y otra vez, sin descanso cada día se repite como si no hubiera forma de detenerla. En un 85% de los casos los menores son testigos de la violencia ejercida sobre sus madres, y en un 67% de los casos también sufren maltrato directo.
La exposición reiterada a la violencia supone una razón muy poderosa para que un niño cambie el concepto que posee de sí mismo. Se ven alteradas sus capacidades básicas de autorregulación y de relación con los demás, produciéndose una fuerte alteración en el desarrollo del apego.
Pensemos que el apego es la base de nuestra seguridad emocional, es el vehículo que modula cómo nos relacionamos con nosotros mismos y con las personas que nos rodean. De él depende nuestra regulación emocional y se genera a partir de las relaciones que tenemos con nuestras padres o cuidadores desde que nacemos. Ser víctima o testigo de maltrato en la familia genera apego desorganizado, es decir, desesperanza y control coercitivo sobre uno mismo y los demás.
“La no violencia no funciona siempre, pero la violencia nunca lo hace”
-Madge Micheels-Cyrus-
Influencia del agresor en los hijos
La repercusión que se produce en los niños depende en parte de la personalidad y de la edad del menor, puede traducirse en formas de expresión externas o internas. Los efectos a corto plazo más visibles suelen ser: el incremento de la agresividad, aumento de conductas antisociales, desobediencia y hostilidad. A nivel interno crece el miedo y la inhibición, desciende su autoestima, desarrollan ansiedad, depresión y sentimientos de culpa y vergüenza. Además se producen problemas escolares y del desarrollo, así como dificultades en las relaciones con los iguales.
A largo plazo es más probable que aumenten sus relaciones y conductas de tipo agresivo, justificando cada vez más este tipo de comportamientos y normalizando un estilo relacional y de afrontamiento violento. Por otro lado la inestabilidad emocional es mayor y su autoestima cada vez se reduce más. Los últimos estudios transversales indican que entre el 30% y 50% de los niños con padres agresores tienen síntomas clínicamente significativos.
Los efectos son más adversos cuando el niño está implicado en el conflicto y éste no se resuelve, volviéndose la agresión cada vez más intensa y duradera. Por el momento se sabe que la edad, y no el sexo, es un posible factor moderador de las consecuencias psicológicas; es decir, la exposición en edades más tempranas da lugar a conductas problemáticas más visibles mientras que en edades más avanzadas se tiende a trastornos internalizantes, independientemente de si el menor es niño o niña.
“Esta claro que la forma de sanar la sociedad de la violencia y de la falta de amor es reemplazar la pirámide de dominación con el círculo de la igualdad y respeto”
-Manitonquat-
¿Cómo entienden los niños el maltrato?
El niño procesa y responde cognitiva y emocionalmente a todo lo que ocurre en su entorno. Incorpora elementos para la formación de su identidad y responde acorde con la estimulación que le rodea y tiende a tomar como modelos de conducta a las personas que aprecia. En los casos en los que existe violencia de género entre los progenitores, los menores procesan tres elementos: perciben amenaza, realizan atribuciones de culpabilidad y generan creencias para justificar el uso de la violencia.
Perciben amenaza contra su integridad física y emocional, lo cual produce una activación corporal y emocional más allá de la capacidad de regulación que el niño tiene, de tal modo que se siente desbordado. El efecto es la sensibilización y por lo tanto un estado de hipervigilancia, es decir, un estado de alerta constante que le genera ira y angustia. Todo ello le lleva a generalizar estas sensaciones a otros contextos y relaciones.
Por otra parte, los niños llevan a cabo atribuciones de culpa por los conflictos, sienten culpa de no ser capaces de proteger a sus madres y no poder detener la violencia. También presentan culpa por no saber entender o delimitar qué progenitor es el responsable o culpable de la situación.
Asimismo se produce una justificación de la violencia como forma de resolver los conflictos, ya que es lo que aprenden y observan cada día en su entorno familiar. Las relaciones con los demás comienzan a fundamentarse en patrones violentos y agresivos por la propia exposición que sufren diariamente en sus hogares.
De este modo se producen múltiples alteraciones físicas y psicológicas en el menor. Por una lado están las cognitivas, es decir, el niño comienza a tener pensamientos intrusivos. Imágenes y preocupaciones asaltan su mente, sin que pueda controlarlos como consecuencia de su estado continuo de angustia e inseguridad.
Otro punto son las alteraciones neurofisiológicas, las cuales se traducen en problemas el el desarrollo de su sistema nervioso. Por otro lado, hay que tener en cuenta las alteraciones de la conciencia con disociación de las experiencias y las emociones o la alteración de la autorregulación, siendo el niño incapaz de gestionarse a nivel emocional y conductual.
“La violencia no es solo matar a otro. Hay violencia cuando usamos una palabra denigrante, cuando hacemos gestos para despreciar a otra persona, cuando obedecemos porque hay miedo. La violencia es mucho más sutil, mucho más profunda”
-Jiddu Krishnamurti-
Ante cualquier sospecha o indicio de que un menor pueda estar sufriendo violencia en su hogar es importante obtener información rigurosa y fiable sobre el caso. Si esta confirma las sospechas iniciales, acudir a los recursos, programas y actuaciones del sistema de protección a la infancia, así como a la información puntual sobre alguna campaña, actividad o evento que pueda existir. El teléfono de información general en materia de infancia es el 900 921 111.