¿Para qué sirve el miedo?
El miedo o temor es una de las seis emociones básicas (alegría, tristeza, asco, ira, miedo, sorpresa) que describió Charles Darwin en 1872. Tiene una gestualidad bien diferenciada: ojos abiertos, boca temblorosa y sensación de perplejidad. Ahora bien, ¿para qué sirve el miedo?
A pesar de que todos experimentamos esta emoción a lo largo de nuestra vida, muchos de nosotros no tenemos muy claro cuál es su función -si es que existe- y qué mensaje quiere transmitirnos. Porque ¿qué sería de nosotros si no existiera el miedo? ¿Es posible una vida libre esta emoción? Veámoslo.
El miedo cumple una función importante
El miedo como tal puede ser definido, según el diccionario de la Real Academia Española, como una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. El vocablo deriva del latín metus, que tiene un significado similar. También hay algunos términos que se asocian al vocablo, como ‘espanto, alarma, temor, aprensión, horror, pavor, terror, pánico, fobia, susto’.
Todas las emociones cumplen una finalidad. Por ejemplo: la ira ayuda a colocar límites, la sorpresa a reconocer y descubrir, la alegría induce a compartir, el asco a rechazar, la tristeza a reflexionar y el miedo nos ayuda a protegernos frente al peligro.
Así, experimentar temor es una respuesta biológicamente heredada que posibilita desarrollar una reacción defensiva ante el peligro. Es una dotación genética modelada por siglos de evolución que nos permite, por medio de respuestas rápidas y automáticas, protegernos de situaciones amenazantes y potenciales peligros. Es decir, se orienta a preservar nuestra vida.
Pero también es una intensa sensación desagradable provocada por la percepción de un peligro (real o imaginario). Es común a todos los animales frente a una situación de amenaza. En ese sentido, el miedo es una emoción normal y beneficiosa para la supervivencia no solamente de un individuo sino de la especie.
Puede considerarse un miedo como normal cuando su intensidad está en correspondencia con la dimensión de la amenaza. Es decir, que el objeto generador de miedo posee características que podrían atentar a la vida de la persona.
La relación entre el cerebro y el miedo
La máxima expresión del miedo es el terror. En el territorio de los miedos patológicos, la intensidad del ataque de miedo no tiene ninguna relación con el peligro que puede generar el objeto, como en el caso de las fobias a animales inofensivos, como un conejo o un gorrión.
Además, el miedo está relacionado con la ansiedad cuando se trata de anticipar futuros eventos peligrosos.
Por otro lado, el miedo es una sensación subjetiva que nos lleva a desarrollar determinadas conductas y una respuesta fisiológica compleja. Durante las situaciones de emergencia que amenazan la vida, se activa el sistema simpático. Este mecanismo nervioso es lo que da lugar a las clásicas respuestas de lucha, huida o parálisis.
Ante la percepción de un estímulo a través de los sentidos y que se percibe como peligrosa, el tálamo lo evalúa rápidamente y lo envía a la amígdala. Esta, que es el centro de regulación emocional, junto al eje hipotalámico-hipofisiario, se encargan de la reacción fisiológica. Se estimula la glándula suprarrenal provocando una importante descarga de adrenalina y norepinefrina.
Sistemas implicados en la activación simpática
El miedo activa el sistema cardiovascular, vasoconstriñendo. Esto provoca que aumente la presión arterial y disminuya el flujo de sangre hacia las extremidades. El exceso de sangre se redirige a los músculos del esqueleto, en los que permanece disponible para los órganos vitales que tal vez se necesiten durante una emergencia. Esto da lugar a varios efectos:
- Palidez: como resultado de un flujo sanguíneo menor en la piel.
- Estremecimiento y piloerección: conservan el calor cuando los vasos sanguíneos están constreñidos.
- Períodos de calor y frío: se experimentan durante el temor extremo.
- Aumento de la frecuencia cardiaca y respiratoria: a fin de proporcionar el oxígeno necesario para que circule la sangre con rapidez.
El aumento de la presión sanguínea también tiene como objetivo llevar oxígeno al cerebro. Es necesario estimular los procesos cognitivos y las funciones sensoriales que permiten estar más alerta. De esta manera se aceleran los reflejos y el flujo de pensamiento.
Por su parte, el hígado libera mayor cantidad de glucosa al torrente sanguíneo para dar energía a diversos músculos y órganos fundamentales, como el cerebro. Las pupilas se dilatan, posiblemente para permitir una mejor visión de la situación. El oído se agudiza para la detección del peligro y se suspende la actividad digestiva, lo que da por resultado un flujo menor de saliva.
A corto plazo, la evacuación de materiales de desecho y la eliminación de los procesos digestivos preparan más aún el organismo para una acción y una actividad concentradas. De aquí provienen la presión de orinar y defecar, e incluso de vomitar.
La lucha, la huida o la parálisis
La acción de huida o lucha es importante, ya que hace miles de años era más probable que quienes reaccionaran fuertemente sobrevivieran a los peligros que aquellos que tenían respuestas débiles. La especie humana sufría la presión de la competición en el medio, tanto la hora de encontrar alimento como de sufrir ataques de otros animales.
Huir es una forma de eludir el peligro, aunque enfrentarlo forma parte de la defensa hacia el riesgo, pero la antesala de ambas reacciones es la paralización. Paralizarnos implica todo el proceso cognitivo y neurofisiológico que describimos, es el momento de la preparación para tomar una estrategia de acción.
El silencio paralizante, como conducta previa a la acción, hace que agudicemos nuestra visual y audición. Son esos momentos en los que se sienten los propios latidos cardíacos que se aceleran, la respiración se agudiza y los músculos se tensan, hay movida intestinal, congelación de movimientos, focalización de la atención, fantasías catastróficas, temblores y sudoración.
¿Cuándo el miedo es un problema?
El miedo es un problema cuando está presente de manera permanente o aparece cuando no debe, es decir, es disfuncional. En el caso de las fobias, por ejemplo, se siente un miedo irracional, es decir, que no responde a una amenaza real.
Otra de las formas disfuncionales que toma esta emoción son los trastornos de ansiedad y pánico. La activación permanente del miedo produce efectos negativos sobre el organismo y es necesario tratarlos, pues no estamos preparados para soportar miedo cada día.
Utilidad social del miedo
Una de las funciones del temor es motivar la acción inmediata para salvar la vida. Las señales del miedo, como la expresión facial o las vocalizaciones, también cumplen una función comunicativa: alertar al resto del grupo. De esta manera también se incrementan las probabilidades de supervivencia de los grupos.
Por lo tanto, no es necesario negar el miedo, puesto que es una emoción valiosa y, como tal, imprescindible para la supervivencia. Tanto es así que es la que nos ha posibilitado, desde los primeros homínidos, adaptarnos a la vida, defendernos de los riesgos y ayudarnos en situaciones límites a sobrevivir.
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