Personas mayores: extrañas en nuestro siglo
Cada vez tenemos un mundo más envejecido y experimentado. Con la mejora de nuestra calidad de vida ha mejorado también la esperanza de vida. Cuando antes nos preparábamos para morir, ahora prácticamente empezamos a vivir. De ahí que la psicología, como otras ramas sanitarias, se esté centrando cada vez más en las personas mayores.
Piernas, brazos y cabezas que ya se han jubilado, pero en las que existen todavía un montón de inquietudes y sueños. Con nietos o sin ellos, cada vez hay más personas que alcanzan los 70 años con capacidad física y mental para soportar un nivel alto de actividad. En su rostro quizás estén marcadas las cicatrices que deja el paso del tiempo, pero sus músculos siguen siendo fuertes y su cabeza sigue siendo ágil.
La soledad en las personas mayores
Quizás estemos hablando del mal de este siglo, esa sensación de estar comunicados con todo el mundo y al mismo tiempo de no estarlo con nadie. De coleccionar conversaciones superficiales sobre el horario y el tiempo, y de que se nos escurran, como si fueran líquidas, las conversaciones profundas, entre los dedos de las manos.
En este sentido, las personas mayores sufren en silencio la brecha tecnológica. Ven a su alrededor un mundo que difícilmente comprenden, al que sienten como una cuesta muy empinada cuando intentan acercarse a él. Teléfonos, ordenadores, tablets, pantallas son, al fin y al cabo para ellos, un universo sin gravedad al que no le encuentran sentido.
De alguna manera, esto les hace sentir excluidos, incuba en ellos la sensación de que están muy lejos de sus hijos o de sus nietos porque no encuentran la manera de “llegar” a ellos. Sienten que la pantallas ofrecen muchas de las respuestas que en otro tiempo habrían dado ellos como voz de la experiencia.
Esta línea invisible es muy profunda. Nuestros mayores están acostumbrados a narrar, a poner palabras habladas a sus pensamientos, a quedar de semana en semana o de día en día. A llamarse por teléfono, descolgar el auricular… y a sentir que los botones se hunden cuando los marcan. Ese es el mundo en que se han desenvuelto la mayor parte de su vida para entender y hacerse entender y que ahora parece haber quedado obsoleto.
El problema de fondo en este sentido no es la forma, que en sí constituye el obstáculo, es lo que impide. Impide el desarrollo de intereses comunes, de juegos compartidos de diálogos con pausas en los que pa incluso el aburrimiento. Una comunicación para la que nadie tenga un competencia presta, lista y dispuesta preparada en las manos.
Además, en este sentido, no hablamos solo de las palabras. Hablamos también de los besos y abrazos que no se dan por emoticonos. De los reales, piel a piel.
La acumulación de pérdidas
Acumular años también implica acumular duelos. Situaciones perdidas que ya no volverán. Situaciones de la infancia en las que el mundo inmediato constituía un sinfín de novedades y donde las travesuras llevaban el sello de quienes se comen la vida a bocados. Los niños claro.
Las primeros chicos o las primeras chicas, el primer amor de verdad, los amigos que compartieron con nosotros el amanecer, los días de resaca o los cuadernos que en su páginas acogieron a todos aquellos planes, con el mejor denominador común que hayamos calculado, la ilusión. El primer trabajo, la primera paga, la primera decisión sin vuelta atrás.
La última carrera, el último día de trabajo, el último hijo, la última copa, el último baile o el último paseo. Así acumular años es acumular recuerdos y, cuando llega la última vez, también significa acumular actividades que por limitaciones físicas hay que abandonar.
Retiradas que implican procesos naturales y que se pueden trasformar en un problema cuando la persona mayor las incorpora a un lugar principal de su definición. Cuando siente que el peso de estas es mayor que el peso de aquellas actividades para la que no está impedido. Una realidad actual, que representa muy bien esto, la podemos apreciar cada día en las residencias.
Muchas de las personas mayores que en la actualidad no se pueden valer por sí mismas terminan en ellas. Es un lugar al que muchos temen por el significado que tiene, el real, ya no el que les den. Lo cierto es que muchas de las personas que entran en ellas ya no vuelven a salir, lo cierto es que muchas de las personas que pierden su independencia física mantienen una cabeza lo suficientemente lúcida como para saber que no la volverán a recuperar.
Quizás este, y no otro, sea el principal duelo al que hoy se enfrentan las personas mayores. Una realidad de la que difícilmente se habla, a la que difícilmente se le pone palabras o encuentra un espacio en Facebbok o en el Whats App.
Porque es una realidad triste y de que la que cuesta mucho hablar. En muchos casos constituye un tema tan tabú, como el sexo y los adolescentes: actuamos como las avestruces, escondiendo la cabeza y no interviniendo; cuando en realidad, si lo hacemos bien, podemos hacer un valioso y bonito trabajo.
La soledad, la falta de compresión y la falta de ayuda con los duelos quizás sean los caballos de batalla, relacionados entre ellos, con los que más y mejor podamos ayudar a nuestros mayores. Ellos son los que configuran mucha de la tristeza vemos dibujada en sus rostros. En este sentido, muchas personas mayores son abandonadas y se sienten abandonadas antes de su muerte, tienen la sensación de haber sido dadas por desahuciadas por las generaciones a las que han cuidado y visto crecer.
Les gustaría decir, pero también tienen la sensación de que están de más, de meterse en donde nadie les llama. Por otro lado quieren atención, pero no quieren ser un problema o una fuente más de estrés para sus hijos, por lo que muchas veces callan o muestran celos.
Tiene la sensación de que sus problemas, inquietudes y deseos han dejado de importar. Que los familiares se preocupan porque no caigan enfermas, pero no por lo que piensan, añoran o desean. Que su cuerpo es el que importa y no su alma; un cuerpo que cada vez manejan con más dificultad y que en el espejo difícilmente esconde los años.
Tal y como está montado el mundo, las residencias son necesarias, cumplen un papel fundamental como garantía de atención. Sin embargo, en nuestra mano está no cerrar la puerta por fuera cuando las personas mayores entran en ella. En seguir considerándoles personas hábiles, por mucho que su capacidad física esté muy limitada.
Ya no se trata de visitarles, sino de preguntarles, de dejarles que hablen de sus miedos y no cortarles, de actuar como juglares del mundo exterior en caso de que no puedan salir, de escritores o de lectores cuando nos lo pidan. De trasmitirles la sensación de que son importantes para nosotros, de que lejos de ser una carga, nos sentimos afortunados de gozar de su compañía.
Haciéndolo no solo haremos que nuestros mayores se sientan acogidos dentro de la sociedad, y quien dice sociedad, dice dentro de su familia, sino que también les enseñaremos a las generaciones futuras que la parte humana, por mucha tecnología de la que gozamos, nunca, pero nunca, se puede perder, y menos con aquellos que más la necesitan y a quienes queremos.