Aprendiendo a vivir en mi cuerpo
Según un estudio publicado por la UNESCO en 2021, el aspecto físico es la razón más común por la que los niños y niñas sufren bullying en el colegio, siendo el acoso psicológico el más común en Europa. Son las niñas las más propensas a sufrir este tipo de acoso, el cual se lleva a cabo a través de violencia verbal, maltrato emocional y exclusión social.
En la sociedad lo valorado es la delgadez. El sobrepeso pasa, inevitablemente, a convertirse en su antónimo: menospreciado. Si no es a través del bullying en el colegio, es a través de comentarios de familiares, amigos o incluso desconocidos. También a través de los medios de comunicación y de la publicidad. O incluso de profesionales. Aunque normalmente todos estos agentes participan a la vez y se retroalimentan los unos a los otros, haciendo que la rueda no deje nunca de girar.
Las consecuencias psicológicas de esta violencia estética son entonces inevitables. Falta de autoestima, aislamiento social, sentimiento de culpabilidad, falta de autoaceptación, trastornos alimenticios, dismorfia corporal y un largo etcétera. Las secuelas son tantas y afectan a tantos niveles de tu vida y de tu mente que llegas incluso a creerte ser merecedora de todo el desprecio que recae sobre ti.
Todas esas consecuencias yo las conozco demasiado bien, y llevo luchando contra ellas durante 31 años.
Este es mi cuerpo, esta es mi vida
Cuando mi hermana Andrea me propuso escribir mi testimonio, me hice una pregunta. “¿Cuándo fue la primera vez que fuiste consciente de que tu cuerpo suponía un problema?”. Tras mucho pensarlo, llegué a la conclusión de que me lo hicieron saber desde tan temprana edad que no tengo recuerdos en los que mi cuerpo tan solo fuera un cuerpo.
Tengo sobrepeso desde que tengo uso de razón. Y desde que tengo uso de razón, ese sobrepeso ha marcado mi vida más de lo que ninguna mujer merecemos que lo marque. Tengo claro que la primera discriminación no se hizo en mi casa, en eso tuve suerte. Pero no puedo señalar un único culpable, ya que son muchas las personas que con sus comentarios, algunos “sin maldad” y otros con demasiada, fueron desgastando mi autoestima.
Tengo recuerdos muy vívidos y concretos, eso sí. Como aquella vez en la que, en una comida familiar, con unos 7 años, pedí uno de mis platos favoritos: pescado al horno. Varios familiares se encargaron de hacerme saber que había hecho bien en ponerme a dieta. También recuerdo cuando, en clase de gimnasia, alguien gritó que iba a romper la báscula cuando el profesor nos estaba pesando.
O más tarde en el vestuario, cuando al cambiarme de camiseta varias compañeras se divirtieron lanzándome balones a la tripa. O ese día en el que, de adolescente, estrené unos pantalones cortos y una amiga miró mis piernas con cara de asco. También aquella noche volviendo de fiesta en el autobús, cuando un grupo entero me llamaba gorda asquerosa a gritos ante la impasividad del resto de pasajeros.
Mi cerebro almacena estos recuerdos, y otros tantos similares, como exponente de cuánta crueldad puede sufrir una persona por su aspecto físico. Con la perspectiva que me ha dado el tiempo, puedo hablar de ellos tomando distancia, pero sabiendo que son parte de mi vida y que, inevitablemente, la han marcado y condicionado de una manera transversal.
La lucha contra mí misma
Más allá de esas anécdotas explícitas, los comentarios implícitos también van calando poco a poco en tu subconsciente. Cuando tienes sobrepeso, el único discurso que te llega, desde todas las vías, es que no mereces existir. Si quieres ser parte de la sociedad, debes adelgazar. Si no, no podrás ser querida ni deseada, no podrás acceder a muchos trabajos, tu opinión no contará y no mereces que nada bueno te pase. Y yo, me creí ese discurso. Y entonces, la lucha contra mí misma tomó su máximo apogeo.
Mi personalidad tímida e introvertida de por sí, se fue extremando. Muchas situaciones sociales se convirtieron en muros infranqueables. Conocer a personas nuevas, ir a la playa o a la piscina, comer delante de otras personas y otras muchas se convirtieron en focos de ansiedad que me paralizaban.
Por supuesto, la ropa cuanto más grande, mejor y que ocultara bien mi cuerpo e hiciera pasar desapercibida mi gordura. La ansiedad, la vergüenza y el miedo eran parte de mi día a día en situaciones tan cotidianas que llegó a rozar lo ridículo.
Y con ella, con la ansiedad, llegó también mi relación de amor-odio con la comida. Para mí, comer siempre ha sido un placer. Disfruto de la comida y de los sabores. Algo que resulta totalmente normal para muchas personas y no se les juzga por ello. Pero, cuando tu cuerpo no encaja, lo que comes pasa a ser foco de debate social y también de tus miedos.
En mi caso, la comida pasó a ser refugio y tormento. Cuando estudiaba en la universidad comencé a darme atracones a escondidas. Comer de manera compulsiva y descontrolada me ayudaba a calmar la ansiedad. Mientras comía no existía nada más, y si no existía nada más, nada podría hacerme daño.
Pero los remordimientos y la culpa que sentía por esos atracones y las calorías ingeridas, junto con el miedo a engordar aún mas, hacían que, al terminar la ansiedad, volviera a mí de forma totalmente devastadora. Caí de lleno en el centro de un círculo vicioso que cada vez giraba más rápido y me arrastraba dentro de él.
Aprendiendo a reconciliarme con mi cuerpo
Hubo un día en el que mi cerebro hizo clic. Después de uno de mis atracones, formado por varias bolsas de snacks, dos hamburguesas, una pizza y varios helados, vomité. No fue un acto de compensación, yo no solía hacerlos en esa época. El atracón había sido tan grande que mi cuerpo no fue capaz de acumular tanta comida y la expulsó.
En ese momento, mi menté pensó: “Oihane, esto tiene que acabar”. Inconscientemente, yo ya sabía que esos alivios momentáneos que me proporcionaban los atracones no eran alivios reales, pero como digo, el círculo vicioso me había arrastrado de lleno. Mi primer paso fue contarlo. Hasta entonces nadie conocía mi realidad. Para mi sorpresa, supuso más alivio del que me había imaginado.
Comencé a trabajar en mí misma. Decidí rodearme de aquellos que suponían para mí un espacio seguro, esas personas con las que no me sentía juzgada por mi físico. Por el camino corté relación con otras personas que me habían herido mucho y sabía que no iba a ser capaz de perdonar.
Comencé a buscar mis propios referentes. Ya que la televisión y la publicidad nunca me los dio, acudí a internet y a las redes sociales en busca de mujeres fuertes con las que sentirme identificada. Empecé a buscar un discurso totalmente opuesto al que había recibido toda mi vida. Un discurso que me aceptara tal y como soy y en el que todos los cuerpos sean igual de válidos.
Pude, poco a poco, mirarme en el espejo sin sentir asco de mí misma. Conseguí disfrutar yendo a la playa y meciéndome bajo las olas. Superé mi miedo a revivir el bullying que sufrí cuando era pequeña y comencé a ir al gimnasio.
Decidí que me importaba más no pasar calor en verano que enseñar mis piernas, y que si a alguien no le gustaba, el problema no estaba en mí, sino en su mirada. Fui consciente de que mi voz merece ser escuchada como la de cualquier otra persona, y comencé a hacerme fuerte en mis opiniones.
Respecto a la comida, bueno, no puedo decir que aquel fuera mi último atracón. Hubo más, tanto aislados como recaídas más duraderas. Pero comencé a aprender a distraer mi ansiedad. Busqué formas de liberarla, y fui poco a poco afrontando miedos.
Conforme lo iba haciendo, los atracones fueron disminuyendo. Ya no recuerdo cuándo fue el último. Me sigue gustando comer, sigue siendo uno de mis placeres, pero ahora concibo la comida como tal, un placer del que disfrutar y no una vía de escape mental en la que encerrarme para escapar de mis problemas.
No puedo decir que sea un proceso fácil ni rápido. Cuando durante toda tu vida has odiado tu cuerpo hasta el punto de torturarlo, ponerte como objetivo ya no amarlo, sino aceptarlo, es un proceso doloroso y con muchos altibajos. Hoy en día sigo teniendo que aguantar comentarios y opiniones sobre mi cuerpo y siguen doliendo, pero ahora tengo la fuerza suficiente para no creérmelos.
Tampoco puedo decir que todas las cicatrices sanen del todo. A veces vuelven miedos que creía superados, pero he aprendido que forman parte de mí, son parte de mi ser y los llevo con orgullo. Y, aunque a veces sigan doliendo, ya no me paralizan.
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