Crecer no significa dejar de jugar
Crecer no tiene que significar dejar de jugar. Parece como si solamente en los niños fuera natural jugar. Los adultos, en cambio, solemos ser más aburridos. Paulatinamente, con el paso del tiempo, vamos perdiendo el entusiasmo por el juego.
Crecer no tiene que suponer un cambio. Sin embargo, apenas sin darnos cuenta, nos vamos adaptando a rutinas que nos envuelven en preocupaciones y nos ponen los nervios de punta. Es entonces cuando acudimos al gimnasio, o hacemos deporte. A veces ni siquiera eso. Preferimos ir de compras o pestañear frente a un televisor.
No se nos pasa por la cabeza lo colorida que sería nuestra vida si jugáramos más. Y no se trata simplemente de una opción para combatir el estrés, como se dice usualmente.
Cientos de estudios han comprobado que el juego en los adultos fomenta la creatividad, permite superar situaciones traumáticas y contribuye a eliminar limitaciones emocionales. Por eso no deberíamos dejar de jugar cuando llegamos a la vida adulta.
¿Qué es y qué no es el juego?
Juego no es ir al gimnasio. Normalmente esos lugares no pasan de ser templos donde se le rinde culto al cuerpo o se exploran alternativas para ligar. Allí las actividades son solitarias. Tan herméticas que por eso se acompañan con unos audífonos bien pegados de las orejas. Cada quien en lo suyo.
Hay poca alegría en los gimnasios. Aunque el ejercicio es una actividad saludable, en estos espacios el tema central es el cuerpo sin cerebro. Sin corazón. Cuerpo a modelar simplemente.
Juego no es involucrarnos en deportes competitivos y pasar apuros para superar nuestra marca y la de otros. Tampoco son actividades lúdicas las que implican sacrificios, obligaciones, angustia o necesidad de probar algo. Juego es todo lo contrario. Una actividad gratuita, sin otro fin que el de divertirse.
Stuart Brown, un científico estadounidense, autor del libro El juego: cómo moldea el cerebro, abre la imaginación y vigoriza el alma, indica que lo que tienen en común ganadores de premios Nobel, empresarios, artistas e intérpretes, niños equilibrados, parejas y familias felices, y los mamíferos más exitosos en adaptarse al entorno” es que juegan espontáneamente durante toda su vida.
Por qué no hay que dejar de jugar
El juego rejuvenece. No solamente el cuerpo, sino también el espíritu y las relaciones con los demás, con el entorno natural, con el mundo. Jugar es abrir una puerta hacia la libertad. Hacia la alegría. Hacia el disfrute de estar vivos y celebrarlo.
También el juego cumple un importante papel en las relaciones humanas. Padres e hijos construyen relaciones más fuertes si comparten juegos. Las parejas superan conflictos y logran más intimidad y mejor comunicación si introducen episodios de juego en su relación. Los hermanos y los amigos pueden estrechar los lazos de solidaridad y conocerse mejor a través del juego.
El juego predispone a asumir la vida con mayor naturalidad y entusiasmo. A través de los espacios lúdicos se pueden mirar las situaciones asumiendo nuevas perspectivas.
Es por eso que la misma psicología se vale del juego con frecuencia. No solamente en los tratamientos con niños, sino también con adultos de todas las edades. El llamado “juego de roles” es una de las técnicas más socorridas en ese terreno del saber.
Frecuentemente, por no decir que siempre, juego y risa van de la mano. El juego enseña, o recuerda, cómo reír. Del momento, de la realidad. De uno mismo. No tomarse tan en serio la vida siempre será un regalo para el alma. Y el juego nos ayuda a lograrlo.
Si no jugamos con frecuencia, tal vez tengamos dificultades para comenzar a hacerlo. Estaremos un poco tiesos, un poco tensos. Quizás tengamos miedo de caer en el ridículo o de hacer el tonto. Pero si el juego es suficientemente genuino, poco a poco irán derribándose esos muros.
Y así, sin pensarlo si quiera, estaremos riendo y disfrutando, como lo hicimos en esa primavera olvidada de la infancia. Por eso deberíamos enseñar a nuestros niños que nunca deben dejar de jugar.