Desde el otro lado, una historia del más allá
Una historia del más allá, así he titulado mi primer artículo sobre la compasión humana. Es una emoción que parece darse cada vez con menos frecuencia, por eso, cuando presencio un acto bondadoso tengo la impresión de estar presenciando una historia que va más allá de la realidad.
Ya es hora de volver a casa. La redacción está vacía. El teléfono móvil suena una vez más. Lo cojo pero sólo escucho una extraña voz. Se corta la señal. Me pregunto quién llamará de forma tan insistente desde el otro lado. Es hora de volver a casa.
La lluvia cae cada vez con más fuerza. Bajo de ciento diez por hora a ochenta. No me fío demasiado de lo que pueda pasar. La autovía está vacía. Son las once y media de la noche y la gente ya está en casa preparándose para el día siguiente. Hoy es un día de tormenta. La lluvia lleva golpeando las calles desde las seis de la mañana y según las previsiones meteorológicas parece que no remitirá hasta dentro de dos o tres días. El teléfono móvil suena una vez más. Nunca respondo mientras conduzco.
Un relámpago en el horizonte me da a entender que la lluvia del día ha sido sólo un aperitivo, la tormenta se acerca y vale más que llegue a casa pronto si no quiero ser víctima de su furia.
Aparco en la calle, me bajo del coche y entro en casa. Un rayo ilumina el cielo y un trueno se convierte en la antesala del mayor diluvio que haya visto en toda mi vida. Cuelgo la chaqueta en el perchero, me cambio de ropa y me pongo cómodo. Suena de nuevo el teléfono. “¿Diga?”, pregunto. “Pensé que no llegaría a escucharte bien”, responde una voz varonil. “¿Quién eres?”, pregunté. “Soy Alberto, tu abuelo”. Permanecí unos segundos en silencio. “Preguntaré de nuevo, ¿quién eres?”. “Ya te lo he dicho, tu abuelo”. “Mi abuelo está muerto”, respondí furioso. “Desde hace treinta y nueve años, no nos llegamos a conocer…”.
A las doce de la noche
Un trueno me sacó de aquel incómodo momento y descubrí que se había cortado la llamada. O quizá colgué yo. No lo sé. Nunca me habían gustado las bromas telefónicas. Sin embargo, mi abuelo llevaba muerto treinta y nueve años y nunca lo conocí, aunque cualquiera que supiera algo de mi familia podría conocer este dato. Miré el reloj y eran ya las doce. Qué tarde. Me senté en el sofá a leer un artículo que tenía pendiente y acto seguido iría a dormir. Comencé a leer y volvió a sonar el teléfono.
Lo cogí. “Es normal dudar, no estamos acostumbrados a hablar con nuestros familiares fallecidos. Pero no te preocupes, sólo es una experiencia, una historia del más allá de las que tanto te gustan, con el paso del tiempo podrás valorarla con más objetividad”, afirmó aquella voz que decía venir desde el otro lado. No sabía qué decir. Si era una broma quería colgar y si era verdad me sentiría ridículo pensado que fuera cierto. “¿En qué año naciste”, pregunté sin pensar. “En mil novecientos veinte”, respondió, “el ocho de mayo de mil novecientos veinte”.
“Nada podrá descubrir quien pretenda negar lo inexplicable. La realidad es un pozo de enigmas”.
-Carmen Martín Gaite-
La lluvia golpeaba los cristales de las ventanas con fuerza. La tormenta aumentaba su intensidad y la luz comenzaba a sufrir apagones. La fecha de nacimiento era correcta. Eso tampoco me demostraba mucho más. “Déjame decirte que me alegra ver que me tienes en la vitrina de tu salón y que me llevas colgando en tu cuello“, añadió la voz.
Me levanté y fui corriendo hacia la vitrina. Solo llevaba dos meses en esta casa y nadie había venido a verme. ¿Cómo podía saber el hombre del teléfono que tenía una foto de mi abuelo en el salón? ¿Y cómo podía saber que llevaba el colgante que mi abuelo había llevado toda su vida? “Tranquilo, no te asustes, siéntate”, intentó calmarme la voz. “Escucha, si esto es una broma, si alguien ha puesto cámaras en mi casa llamaré a la policía”, respondí enfurecido. Me senté e intenté mantener la calma. Parecía que iba a vivir mi propia historia del más allá. Sabía que este día de tormenta no lo iba a olvidar con facilidad.
Esquemas rotos
“Sé que no es muy frecuente lo que te está ocurriendo, te han enseñado que hablar con muertos es de locos y ahora crees que alguien te está gastando una broma o que estás perdiendo la cabeza. Piensa que no todo en la vida es como parece, desde pequeñitos nos enseñar a tener un punto de vista y esto nos limita a la hora de aceptar otras realidades”, relataba la voz, “no creas en todo aquello que ves ni en todo aquello que te dicen, duda de todo, básate en tu propia experiencia”.
“La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.
-Isabel Allende-
Mi incredulidad era máxima. Los temas del más allá, las manifestaciones que pudieran darse desde el otro lado de la vida siempre me habían llamado la atención, pero ahora que parecía que la estaba viviendo, sólo tenía dudas. Me negaba a creérmelo. Por alguna extraña razón sentía un gran amor hacia el abuelo que nunca conocí. Lo llevaba muy dentro de mí. Quizá fuera por no haber podido pasar tiempo junto a él por lo que sentía este cariño tan grande y especial.
“Veamos, pongamos que es cierto, que eres mi abuelo… ¿cómo has podido llamarme al teléfono?”, pregunté. “Gracias a la tormenta se ha abierto un canal, no siempre es fácil comunicarse con vuestro plano, pero hay ocasiones que lo facilitan. Nuestros mundos están muy cerca pero muy lejos al mismo tiempo. Ocupamos el mismo lugar, pero al ser otra dimensión no nos podemos ver“, respondió.
Una nueva flor
“Entiendo, y cuando pase la tormenta, ¿ya no podremos hablar”, pregunté. “No lo sé, posiblemente costará más, de todos modos no estaré mucho más tiempo por aquí, debo abandonar este plano y volver al tuyo. A tu historia del más allá no le queda mucho tiempo”. ¿Qué quieres decir?, pregunté extrañado, ¿nos veremos en este plano?”. “Quizá sí, pero no nos reconoceremos”, respondió. “Explícate”, le pedí intrigado. “Llevo en esta dimensión más tiempo del que debería. Cuando abandonamos el cuerpo, repasamos aquello que hemos aprendido, tanto lo bueno como lo malo. Y si podemos resolver algunos asuntos pendientes lo hacemos. Tú necesitabas esta evidencia para continuar con tu desarrollo, siempre te has preguntado si hay vida al otro lado, pero hasta hoy no he podido contactar contigo”.
“¿Por qué?”, pregunté, “¿por qué no has podido?”. “No estabas preparado”, respondió, “a pesar de tu inclinación a querer creer en las señales que pudieran llegar desde el otro lado, no me hubieras creído. Ahora que ya he contactado debo irme”. “¡Espera!”, grité, “¿puedo saber dónde nacerás?”. “No lo sé, lo mismo puedo nacer en el cuerpo de una mujer o de un hombre. Y tampoco recordaré nada de esta vida, quizá algún recuerdo aislado que lo interpretaré como algo extraño en mi mente, pero nada más”, respondió.
“Abuelo…”. “Dime”. “Gracias, siempre te he llevado en mi corazón y siempre lo haré”. “Lo sé, yo también, ahora debo irme, te quiero”. “Y yo…”, añadí. La señal se cortó y el teléfono comenzó a comunicar. Me recliné sobre el sofá. Sin articular palabra observaba el techo incrédulo. Mi mente se movía entre la creencia y el autoengaño.
El bello durmiente
Tiene ya cuatro años y sólo quiere jugar y dormir. Se llama Alberto, como su bisabuelo. El año en el que hablé con mi abuelo conocí a la que actualmente es mi mujer y tuvimos un hijo al poco tiempo. Aquel día de tormenta supuso un gran cambio en mi vida. Los hechos se desarrollaron más rápido de lo que jamás hubiera imaginado, pero estábamos felices. Alberto era juguetón y le gustaba abrir todos los armarios. En ocasiones me desesperaba su energía y caía rendido en el sofá.
Aquel día entré en la habitación y me encontré todos los cajones vacíos. Todo estaba por el suelo desordenado. Alberto estaba sentado sobre la alfombra jugando con algunas joyas. Corrí hacia él y lo levanté. “Mira la que has liado, ahora tendrás que recogerlo”, le reñí. Me percaté que se puso la cadena del abuelo. La guardé el primer y último día que hablé con él. Pensé que había cumplido su misión y decidí guardarla. Muchas veces pienso que supuso un enlace en mi historia del más allá con el abuelo.
Alargué la mano para quitársela pero el pequeño Alberto opuso resistencia. “Cariño, tenemos que guardarla, era del abuelo y se puede romper”. Él me miró con el ceño fruncido, “no, no es tuya, es mía”. No tenía ganas de entablar una batalla eterna con él. Su madre era testaruda y yo también, así que tenía a quien salir. Sólo me limité a decirle “un día te la regalaré, pero hoy no, eres muy pequeño y no me gustaría que se perdiera”.
“No, no me la regalarás porque ya es mía“, respondió de nuevo mirándome con indignación. “¿Ah sí? ¿Y quién te la ha regalado?”, pregunté. “La señora del salón”, contestó. “¿Qué señora del salón? Mamá no está en casa y en el salón solo tenemos… – palidecí – la foto de la bisabuela”.