El día que mis padres me pidieron que dejara a mi pareja
Mis padres siempre me dicen que tengo un defecto: necesito salvar a todo el mundo; tanto animales como a personas. Me dejan caer este comentario con cierta sorna, y hasta con resignación. Como si trazar una amistad, enamorarse o adoptar una mascota fuera un acto de caridad, cuando son conductas desinteresadas que las personas llevamos a cabo desde el corazón y la autenticidad.
Esa visión de mí tiene su origen en mis años de universidad. Tenía poco más de veinte años cuando conocí a Ismael, un estudiante de Filosofía que adoraba el cine clásico, las novelas policíacas y que iba al psiquiatra una vez a la semana. Tenía la sonrisa más sincera que he conocido jamás y, aún ahora, hay momentos que echo en falta su forma de mirarme.
Me enamoré de él a fuego lento. No fue un flechazo, sino una complicidad construida trimestre a trimestre a través de infinitas conversaciones en la cafetería de la facultad. Cuando descubrí lo que había pasado a significar para mí, fue cuando desapareció durante dos semanas seguidas. Poco después, me enteré de que estaba ingresado en la planta de psiquiatría del hospital…
Mi familia veía la enfermedad mental de mi pareja como una amenaza y procuraron, por todos los medios, que dejara aquella relación.
El chico que no dormía por las noches
Ismael tenía 22 años y fue diagnosticado con un trastorno bipolar en secundaria. Era Navidad cuando me lo explicó, estábamos en nuestra cafetería de siempre y estaban empezando a colocar las luces en las calles. Recuerdo su expresión, estaba pálido y desmejorado tras aquella estancia en el hospital y, apenas asomaba en él aquella sonrisa tan contagiosa y efusiva que tanto me cautivaba.
Yo estudiaba Psicología, así que, en cierto modo, ya sabía lo que le estaba pasando. Sin embargo, una cosa es leer en libros, manuales y apuntes cómo es un trastorno psicológico y otra muy diferente es vivirlo. Empezamos nuestra relación esa misma semana, con inmensa efusividad, como si el mundo fuera a terminarse mañana. Fue como subir una noria, dejando que las pulsaciones del corazón se aceleraran sin respirar.
Rara vez dormía, podía pasarse las noches hablando, leyendo, creando, dibujando o estudiando. El deseo de sexo constante era otra característica en esas épocas de hipomanía. En otras, apenas encontraba fuerzas para salir de la cama e insistía en que quería dejarlo todo, la carrera, nuestra relación e incluso la vida misma. Descubrí que amar a alguien con trastorno bipolar es como convivir con tres figuras.
La pareja y ese demonio mental que todo lo estropeaba y llenaba de oscuridad. Aunque, el otro reto al que tuve que hacer frente fue al de mi familia…
Aunque algunos pacientes con trastorno bipolar sigan un tratamiento de estabilizadores del ánimo, los altibajos pueden sucederse.
Mis padres me pidieron que dejara a mi pareja
El día que mis padres me pidieron que dejara a mi pareja estaba con Ismael en urgencias. Me había llamado cuando estaba en casa cenando porque no podía quitarse de la mente la idea de hacerse daño. Cogí el coche y fui hasta su casa para llevarlo al hospital. Se había autolesionado y le puse una toalla en el brazo para contener el sangrado. Estuvo ingresado un par de días.
Cuando volví a casa, mi familia me pidió que me sentara en el salón y, entonces, empezó a aquella charla que nunca podré olvidar. A papá nunca se le dio bien eso de dar discursos; él era más de amenazas. Así que quien habló en primer lugar fue mamá. Me dijo que aquella relación era un peligro, que en cualquier momento podría hacerme daño y que lo único que podría traerme era infelicidad.
Mi familia ni siquiera sabía qué era un trastorno bipolar, ellos solo tenían la experiencia de mi abuela, que padecía esquizofrenia. La idea de que yo tuviera que lidiar también con una persona con un problema de salud mental era algo que no podían aceptar.
Mientras hablaban, yo solo veía una mancha de la sangre de Ismael en mis vaqueros. Tenía la forma de Australia. ¿Cómo era posible que mis padres ni siquiera me preguntaran cómo se encontraba la persona a la que yo quería?
Madurar es saber decidir
Madurar es tomar decisiones difíciles, y yo tomé la mía. Aún vivía con mis padres cuando conocí a Ismael, pero cuando me pidieron que dejara a mi pareja tuve que irme de casa. Aquella conversación en el salón no terminó bien. Cuando la familia nos decepciona, uno se encuentra más perdido que enfadado. Es como si los cimientos que nos sostienen se vinieran abajo.
Yo me hundí, pero el amor fue mi amarre y mi bote salvavidas. De este modo, aunque según mis padres lo único que yo quería era hacer de salvavidas de un caso perdido, seguí adelante con esa relación. Me volqué en Ismael como si fuera mi misión particular. Leí y estudié todo lo que caía en mis manos sobre el trastorno bipolar, cuidé de que se tomara la medicación y pude incluso intuir cuándo llegaba la hipomanía o la fase depresiva.
Acepté en nuestra relación todo lo bueno, lo malo y también lo feo. Fueron dos años hermosos, pero también duros, de los que tener que pelear con alguien que prefería hacerse daño a abrazarme. Nos quisimos y trabajamos en esa relación, hasta que me rendí, hasta que Ismael, tal vez por mero impulso en su fase maníaca, tuvo una relación con otra persona.
El amor tuvo fecha de caducidad, pero luché por él hasta que lo creí conveniente sin dejarme llevar por condicionantes externos. Mis padres nunca lo entendieron, pero su incomprensión es algo que no me atañe. Cada cual debe luchar por aquello que crea con alma, mente y corazón. Esa es mi ley de vida.
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