El alivio de soltar el control
Entre mantener el control y ser controlador hay un océano de diferencia… Nuestro instinto de supervivencia nos exige que busquemos mantener las situaciones bajo control, porque no solemos tolerar bien la incertidumbre… No sabes qué pasará o si podemos hacer frente a las consecuencias es algo que nos genera demasiada desesperación sobre todo en algunas ocasiones…
Algunas personas no se conforman con esto. Quieren ser decisivas en todas las situaciones: indicar el rumbo, decidir la ruta a seguir y decir la última palabra. Y no solo cuando están presentes, sino también a distancia (a “control remoto”). Esos personas son los controladores.
Los rasgos del controlador
La persona que elige ser controladora sufre un enorme gasto emocional. Uno de sus rasgos más notorios es la preocupación constante. Sin embargo, esta preocupación muy pocas veces se convierte en una acción planificada para resolver el motivo de la angustia. Lo suyo es más bien tensionarse sin actuar. Pierde mucho tiempo tratando de convencer a los demás de ser como él.
El controlador es también una persona irritable. Lleva mucha ansiedad dentro de sí y a veces los problemas más pequeños logran sacarlo de quicio. Le ofusca principalmente que alguien le lleve la contraria, que otro piense o actúe en un sentido diferente al que él lo haría. No respetan visiones o realidades diferentes a la suya.
Tiende también a tener una visión catastrófica de la vida. Ve peligros y consecuencias negativas en todas partes. Eso refuerza su posición controladora, supuestamente porque intenta evitar males mayores. En el fondo, el controlador es una persona profundamente insegura. Los miedos se han apoderado de él y muchas veces tiene fuertes sentimientos de inferioridad. Los compensa así: tratando de controlarlo todo.
También suelen estar invadidos de culpa y les cuesta mucho trabajo disfrutar de la vida. Difícilmente se ríen y rara vez actúan con espontaneidad. No es raro verlos tristes y abatidos, porque también tienen una baja tolerancia a la frustración.
¿Cómo liberarse de uno mismo?
El controlador vive en una cárcel que él mismo ha construido. No puede dejar de ser como es, simplemente con proponérselo. Esto se debe a que en su interior habitan muchos miedos que tal vez no ha reconocido, o frente a los cuales se siente demasiado vulnerable.
Lo primero es eso: identificar los focos de temor. Finalmente, ¿cuál es la amenaza? ¿Qué tan reales son esos peligros sobre los que se debe tener el mayor control? ¿Se defiende del entorno o es posible que se esté defendiendo de sus propios impulsos destructivos hacia los demás?
Más tarde o más temprano, una persona controladora se vuelve también irritante para los demás. Su actitud genera rechazo porque a nadie sano le gusta tener un vigilante, pretendidamente sabelotodo, al lado. En ese punto, al controlador no le queda más remedio que aislarse o hacer uso de la agresión para someter a los demás. De ese tipo de situaciones nadie sale bien librado al final.
La vida del controlador es triste. Y lo mejor que puede hacer por sí mismo es intentar realizar actividades completamente gratuitas: que no tengan un objetivo definido, ni impliquen competencia con otros, ni pongan en juego costos importantes. Estamos hablando de actividades lúdicas o artísticas, que tienen valor por sí solas y no van tras un propósito utilitario.
Si estás en esa franja de personas, lucha por liberarte de ti mismo. Tal vez perder el control sea la única manera de ganar la plenitud. El primer paso es aceptarlo, saber que tenemos estas características para posteriormente iniciar el cambio, ya que lo que negamos nos somete pero aquello que aceptamos tiene la capacidad de transformarnos…
Aceptación
El proceso de aceptación y la necesidad de control entran en conflicto la gran mayoría de las veces que se encuentran. “¿Por qué tengo que aceptarlo?”, “no me gusta que esto sea así”… Son cuestiones y quejas que escuchamos muy a menudo. Aceptar no es sinónimo de permanecer pasivos ante lo que acontece. Como dicen algunos de forma errónea: “aceptar es tragar y resignarse con lo que pasa”. Aceptar no es “tragar” ni resignarse con lo que ocurre en nuestro día a día.
Cuando acontece algo que nos disgusta, aceptarlo consiste en observar el hecho en sí y la emoción que desencadena en nosotros. Observar con atención, sin implicarnos, sin aferrarnos a la ira que pueda causarnos. Analizar la situación puede hacernos entender que no tenemos control sobre todo. De esta forma, en lugar de protestar y sufrir cada vez que ocurra algo que no nos agrada, seremos conscientes de que la vida no está hecha a nuestra imagen y semejanza.
Nuestro ego nos dice que todo debe ser una forma concreta, pero a la vida no le importa nuestro ego. La vida sigue su curso sin tener en cuenta nuestros gustos. Por lo que la mejor forma de comenzar el proceso de aceptación es saber que intentar adaptar la vida a nosotros siempre nos traerá problemas porque todo es cambiante. Así pues, es más sano y saludable aprender a adaptarnos nosotros a los posibles cambios de la vida.