Gracias fracaso porque ahora soy un experto
El concepto de fracaso lo tenemos muy estigmatizado. Desde que somos pequeños las miradas que recibimos cuando fracasamos o cometemos algún error son muy parecidas a las que recibimos cuando nos portamos mal. Después somos nosotros los que pasamos a mirarnos de esa manera, en lugar de alegrarnos por haber encontrado un camino que no es válido y poder descartarlo, nos enfadamos con nosotros mismos, nos insultamos y dejamos que la tristeza nos inunde, como si fuera la emoción más justa para ese momento..
Esta forma de afrontar el fracaso a lo único que nos lleva es a meter la pata más veces ya que esa concepción tan negativa no nos deja margen para el aprendizaje que el error podría suponer.
Además, cuando no entendemos el fracaso como algo positivo, solemos cerramos en banda, abandonar los proyectos que teníamos entre manos y decimos a nosotros mismos que somos unos inútiles. ¿Cómo vamos a aprovechar lo que ese error tiene que enseñarnos si nos lo tomamos de esta forma, si intentamos borrarlo todo como si fuera un texto mal escrito?
Las personas que no aceptan los fracasos ni saben extraer una enseñanza de ellos normalmente son personas con una baja aceptación de sí mismas. Suelen buscar el perfeccionismo en todas sus acciones, y cuando se dan cuenta de que no son perfectos y sus expectativas no se cumplen son capaces de dejarlo todo y caer en la desesperanza más absoluta.
Esta actitud, tan poco funcional, solo consigue que personas con altas potencialidades y buenas aptitudes dejen de intentarlo por miedo a fracasar de nuevo. Una actitud que las encierra en una urna de cristal, en la zona de confort.
El fracaso es señal de crecimiento
La persona que nunca fracasa es aquella que jamás lo intenta y se queda en la zona que sabe que los riesgos son mínimos. Pero en realidad, estas personas anhelan una vida más emocionante, con retos, con desafíos o metas a las que llegar. Y no es que sea totalmente necesario cumplir sueños o tener éxito.
Lo que es más necesario que el fin, es el propio camino, el querer levantarnos cada mañana para intentar alcanzar nuestros objetivos.
Cuando dejamos de intentar por miedo a fracasar, ya estamos acariciando el fracaso. El dolor es menos intenso que la ansiedad que puede suponer emprender en un proyecto que desafía nuestras capacidades. Pero una vez superado toda esta fase, la vida adquiere un color mucho más vivo.
El fracaso, lejos de ser una puerta al abandono de nuestros sueños, ha de ser la señal que nos comunica que estamos creciendo. Un indicador de que estamos explorando nuevos caminos y que gracias a todo ello, mejoraremos y maduraremos y desarrollaremos nuestras capacidades.
Es cierto que el fracaso no está bajo nuestro control y, si quieres conseguir el éxito, has de asumir que vas a equivocarte varias veces. Lo que sí está bajo nuestro control es la capacidad de persistir a pesar de lo que suceda y es ahí donde es positivo invertir nuestras energías y salir a flote.
¿Cómo gestionar el fracaso?
El fracaso no es un fin, sino un paso intermedio. El movimiento incuestionable hacia el éxito o el triunfo en cualquier área vital. Por lo tanto, el fracaso tiene más ventajas que desventajas, lo único que tenemos que hacer para darnos cuenta es ser conscientes de que un fracaso no nos define ni significa más que la necesidad de actuar de diferente forma.
Para aprender a gestionar mejor los fracasos, el primer paso alude a una tarea tan complicada como importante: la de aceptar aquello que no podemos cambiar. La de no quedarnos en la queja por las cartas que nos han tocado en suerte, cuando no van a volver a repartir, y jugar. Además, con independencia del resultado, nosotros no somos ese juego ni vamos a jugar siempre con las mismas cartas, no somos nuestros pensamientos ni nuestras conductas. Somos mucho más que todo eso, un ser complejo, cambiante, que aprende y al que no le faltan oportunidades de mejorar.
Somos seres valiosos, al margen de nuestros errores, los cuales nadie puede demostrar que añadan o quiten valor a ninguna persona.
El siguiente paso es ajustar las expectativas. Tenemos que tener muy claro qué es el “yo real” y el “yo ideal”. El “yo real” es la persona que soy, ni más ni menos. Está formado por mis características personales, mis habilidades, mis virtudes, mis defectos y limitaciones. Si me conozco bien, sabré hasta donde puedo y no puedo llegar.
El “yo ideal” es la persona que creo ser, pero que en realidad no soy. Si tengo expectativas muy altas sobre mí y creo más en mi “yo ideal” que en mi “yo real”, voy a sufrir cuando la realidad me diga que debo ajustar el listón.
Para ello, debo tener siempre presente quien soy, teniendo en cuenta que no soy ni mejor ni peor que ningún otro ser.
Por último, aprende a tolerar las frustraciones que trae la vida. Los proyectos no salen siempre como uno quiere, pero eso no tiene por qué equivaler a una derrota. Aceptaremos lo que no nos agrade, errores propios incluidos; aprendamos de ellos porque aquello con lo que nos quedemos será el alimento de la ilusión para seguir adelante.