Lo importante que es tener a alguien cuando todo se derrumba
Lo importante que es tener a alguien cuando todo se derrumba. Un último brazo, una última muñeca, unos últimos dedos, una última piel cuando todo el peso hace crujir las vértebras de nuestras espaldas. En esos momentos en los que estaríamos dispuestos a hacer un trato con el diablo por una miseria, porque en el fondo pensamos que si hay algo cercano a la miseria somos nosotros.
Simples mortales, más mortales que nunca. No se trata de que alguien nos saque a la superficie, tan solo de que frene nuestra caída. De que que aparezca una tarde con una bolsa de tiempo y diga: soy todo tuyo, soy toda tuya. Tienes mis cinco sentidos. El tacto para abrazarte, los oídos para escuchar, los dientes para morder, el alma para acariciar, la desesperanza para darle la vuelta. Como si fuera un calcetín de dibujos decolorados por la vida.
Tres tipos de soledad para el que no la busca
Hay tres tipos de soledades para el que no la busca. La primera la hemos sentido todos. Es esa que aparece al estar rodeados de un montón de personas y tener la sensación de que no estamos conectados con ninguna. Al igual que estamos desconectados del aire que nos alborota el pelo o del sol que acurruca nuestros papados, en un gesto tan disimulado como inconsciente. Protector.
Ese tumulto que parece constituir un número primo y singular de personas, siendo nosotros la impar.
Este tipo de soledad normalmente se pasa cuando muchos desaparecen y solo quedan las personas importantes. Cuando la fiesta se termina y toca recoger. Apilar vasos, comerse los últimos trozos de comida y repartir botellas en las que el aire ya ha empezado a oxidar el sabor. Cuando la música se apaga y te das cuenta de lo mucho que echabas de menos la ausencia de vibraciones sin significado. Vacías.
La soledad del primero, del último y del que “va por libre”
Hay un segundo tipo de soledad y es el que sienten los que van primeros o van últimos. Los que están trabajando en un proyecto que tienen un largo recorrido y un horizonte confuso, solo esclarecido por la fe a veces. Esa soledad nos hace grandes, fuertes y pone a prueba nuestros límites. Se trata de hacer algo que después no sabremos muy bien cómo hemos sido capaces de hacerlo. Un misterio que forma parte de la idiosincrasia vital, desconcertante muchas veces.
Esta soledad, en positivo, es la que deja ese sabor en los labios. Ese paladear, esa sensación de ¡vamos!. Vamos por los demás, pero sobre todo por ti, que has trabajado tanto, que estás trabajando tanto. Un poderosa deuda.
Completa el álbum de cromos de nuestro amor propio. Esas andanzas de las que seremos los últimos testigos y que constituyen esas raíces invisibles para los demás que nos anclan a la vida. A veces hemos contado algunas, pero es tan particular el sentimiento que no podemos evitar tener la sensación de que nadie lo puede comprender, sencillamente porque no lo ha vivido, porque no ha estado.
La peor soledad
El último tipo de soledad es el peor, es el de mirar buscando a tu alrededor y no ver a nadie. Es tener la sensación de que a medida que desciendes pisos las personas desaparecen. Hasta que llega el momento en el que no hay ninguna y parece mentira pero tú sigues bajando.
Te gustaría pensar que es un juego de buceo, tener la seguridad de que volverás a al superficie como cuando practicabas de pequeño y la gracia estaba en aguantar sin respirar. Aguantar, sin respirar, pero ahora no solo son los pulmones los que queman… y entonces te cuestionas si realmente quieres volver a la superficie. Es distinto saber que eres prescindible a sentir que no habrá nadie que te eche de menos.
Ya no queda nada de divertido. Puedes abrir los ojos, pero no hay luz. Solo las sombras, cada vez más pequeñas, de los que están por encima de ti. Sientes que cada vez estás más lejos y gritas en un idioma trasformado, cada vez más diferente al suyo. Empiezas a pensar que si era complicado que te entendiesen cuando estaban cerca ahora ese ejercicio forma parte de lo imposible. De un imposible…tan posible en el presente.
Cierras los puños y agarras el agua, como si al escaparse entre tus dedos pudiera formar una cuerda real. Y a veces… alguien te frena, te sorprende y recuperas la fe. Te sientes tonto por haberla perdido, por haber sobreestimado la distancia, pero cuidado porque hay pocas sensaciones que reconforten más que la de que le importas a alguien de verdad. Lo suficiente como para cambiar el guión.
Otras veces nadie lo hace.