No me digas....
No me digas que me calme, porque es precisamente lo que no soy capaz de hacer. No me empujes todavía más contra esa pared que no me deja ver más allá. No me digas que deje de estar triste, porque poco o ningún agrado le encuentro a esta situación. De hecho, no encuentro el punto de apoyo donde asentar el codo para ganar el pulso, así que quizás no sea una cuestión de voluntad o fuerza. Definitivamente, no quiero estar así, sentirme así.
Tampoco castigues mis olvidos, porque no me quise dejar la luz dada ni la puerta sin cerrar, tampoco quise regalarle la compra a quien la encontrara colgada de la silla de aquel bar. Así no me ayudas. Sé que es lo primero que te sale, pero así no me ayudas. Tu castigo es insensato porque solo aumenta mi ansiedad, mi inseguridad; no me vuelve menos despistado -y sí, esto no quita para que sienta mi descuido el doble cuando te fastidia o perjudica-.
Aquello que te dije mientras pensaba en otra cosa
Tampoco apuntes con el dedo al mismo objetivo que ansío, porque mi problema no es equivocar el destino. Es más bien no encontrar la forma, el camino para alcanzar el lugar que los dos pensamos.
Así, la ansiedad, lejos de calmarse cuando me dices que la espante, se revuelve dentro de mí. La muy (), vamos a decir cabezota y tozuda, también se alimenta de la impotencia que sumas con tus palabras. Siento la honestidad. Te pido que no te enfades para que no se convierta en un sincericidio.
No me digas… lo que ya te he dicho, porque me haces sentir todavía más pequeñito frente a ese estado que ahora, en este momento, no logro dominar. Así, no me pidas que respire debajo del agua. Se trata de salir a la superficie, de encontrar el resquicio por el que se cuela la luz y hacer el agujero más grande. Unamos fuerzas, en vez de sentarte a calibrar las mías.
Además, si me escuchas, podremos empezar a hablar un idioma para el entendimiento, tirando la Torre de Babel para construir la de la intimidad. Bueno, más que una torre, un puente con el que poder acercarte circunstancias y obstáculos que me parecen gigantes. Enormes, por mucho que ese espectador objetivo no sea capaz de ver más que una línea con la que ni el más torpe tropezaría. No me digas…, no seas él (torpe).
No me digas, no me ayudes; si no quieres, si no puedes. No trivialices mis problemas para pasar más rápido sobre ellos. Si estás en ti, en los tuyos, lo entiendo. En este sentido, te pido que no disfraces visitas de cortesía de esas tardes que se recuerdan por empezar con desesperación y terminar con esperanza, en las que el silencio no late con prisa, porque el tiempo es lo de menos. Así, si has venido para pisar de puntillas, no haremos vino.
No me digas, no me preguntes cómo estoy en un mensaje. Menos, cuando sabes que no estoy bien. Encantado te mentiré, te daré permiso para pasar a lo siguiente. Puedes irte a hacer la comida, ver el capitulo de tu serie favorita mientras recoges la cocina. Puedes llegar a tiempo a tu siguiente cita.
No me digas… palabras vacías
No me digas…, cuando no tienes nada que decir. No me enfadaré por cerrar los sentidos al viento, al ruido de las obras, mezclado con el de los niños y pájaros que recortan las primeras tardes de otoño o estiran las de primavera. En realidad, con no me digas, quiero decirte que compartas conmigo lo que apetezca, pero sin volar más allá de la línea del horizonte que recorta el presente.
Así, me ayudarás. Prefiero estar un rato contigo en el que quepa la comunicación abierta a una decena de encuentros mirando cada uno a una cara de la Luna. A cambio, te propongo que repliquemos aquel instante en el que tumbados, mirábamos al cielo, pensado que era una especie de manta de un azul muy oscuro al que algún pillo le había hecho agujeros por los que se colaba, de forma traviesa, la luz. (Escribiendo… ) Shh, no me digas, porque en aquel momento me dijiste poco, más bien nada (entonces, cuando la nada no asustaba).
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- Figueras.A.
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