Querer controlarlo todo, no te hace bien
Querer controlarlo todo es una de esas fantasías que se ha instalado en los tiempos que corren. La historia del hombre es la de una conquista progresiva sobre las fuerzas de la naturaleza. Comenzó con un mamífero impotente ante su entorno. Desde allí hasta ahora, el ser humano ha dado un salto gigantesco que lo ha llevado a desentrañar progresivamente los misterios de cuanto lo rodea.
Ahora vivimos tiempos frenéticos. Todo transcurre a un ritmo que es más veloz que nuestra capacidad para digerirlo. Por eso no tiene nada de raro que una de las fantasías recurrentes sea precisamente la de controlarlo todo. En el trasfondo hay un deseo de pisar suelo firme, de sentir que tenemos el timón de nuestra propia vida.
“Los intentos de superar esa dualidad, de domesticar lo díscolo y domeñar lo que no tiene freno, de hacer previsible lo incognoscible y de encadenar lo errante son la sentencia de muerte del amor”.
-Zygmunt Bauman-
Lo malo es que no siempre nos damos cuenta de que controlarlo todo es una fantasía. Un propósito irrealizable que cuando se olvida da paso a una serie de comportamientos fallidos que atraen oleadas de ansiedad. Nos descubrimos constantemente perdiendo el control y eso nos frustra.
Todo está en movimiento y hay cientos de factores que escapan a nuestro control. Lo que está vivo cambia constantemente. Hoy es de una manera y mañana de otra. El único estado en el que hay certezas absolutas es la muerte. La vida en cambio se desenvuelve entre incertidumbres y flujos inesperados.
La fantasía de controlarlo todo
Ya no estamos en las épocas en donde era posible vivir apaciblemente. Permanentemente estamos bombardeados por cientos de estímulos. Te levantas y ya vienen a tu cabeza un montón de ideas y de sensaciones que se suceden o se atropellan entre sí. Sentimos que hay mucho por hacer y poco tiempo para ello.
Todos los días nos enfrentamos también con sentimientos y emociones contradictorias. A veces tenemos que obligarnos a reencauzarlas, aun sin haber llegado a entenderlas. Sencillamente tenemos que funcionar. Y para ello, es necesario imponernos límites, salir pronto de los pensamientos o las emociones incómodas que nos impiden producir, lograr, accionar.
Aunque no lo planteemos de esa manera, sí quisiéramos poder controlarlo todo. Por eso cada vez que algo se sale del plan, o cuando aparece un obstáculo, es posible que reaccionemos irritándonos. Es una suerte de rebeldía contra esos imperativos de la realidad que van en contra de nuestros propósitos.
En estas circunstancias, es usual que terminemos inmersos en algunas paradojas. Logramos controlar el flujo de dinero, pero no conseguimos controlar el insomnio. Llegamos a ser capaces de establecer un control sobre nuestra fatiga, pero se nos escapan de las manos esas relaciones que tanto nos importan. Por más que lo intentemos, nunca logramos controlarlo todo.
La observación consciente y la atención plena
Hay una verdad que conocen muy bien las culturas no occidentales y que nosotros olvidamos con mucha frecuencia. La vida no se vive con la mente, sino con los sentidos. El pensamiento está ahí todo el tiempo, mediando en nuestra aproximación a la realidad. La mente direcciona nuestra vida con base en prejuicios, miedos, ambiciones y un larguísimo etcétera. Así mismo, nos priva de experimentar piel a piel cada uno de nuestros días.
¿Qué tiene que ver esto con ese afán de controlarlo todo? Lo que sucede es que el pensamiento funciona de ese modo: limita, intenta aprehenderlo todo para apropiarlo y dirigir todo en algún sentido. Las percepciones, los sentimientos y las emociones funcionan de otra manera. Son más rebeldes y caóticos, pero también más libres y auténticos. Son esa zona que “sabotea” nuestros intentos de imponerle control a todo. También es lo que nos permite experimentar la felicidad.
Muchas veces nos descubrimos peleando contra nosotros mismos. Nuestro pensamiento pone ahí un contenido y luego nos empeñamos en erradicarlo. No intentamos entenderlo, sino sacarlo de la conciencia cuanto antes. Sentimos, por ejemplo, un acceso de ansiedad y de inmediato intentamos apartar la inquietud para hacer que desaparezca. Quizás si adoptáramos una posición de aceptación y observación, podríamos encontrarnos con un panorama diferente.
Aprender a percibirnos, sin juzgarnos, sin pensarnos, sino simplemente contemplándonos… No intentar controlarlo todo, sino permitir que fluyan las cosas, tanto interna como externamente. Ese es el camino que nos conduce de vuelta a experimentar la vida de una forma más genuina. Sin aprehensiones. De todo ello surge una forma nueva de comprensión, que no se expresa como aprendizaje intelectual, sino vital. Una forma de consciencia superior que conduce al equilibrio.