Sembradores de culpa, niños eternos
Este caso es real. Un estudiante de la Universidad de Kent, en Inglaterra, fue descubierto mientras copiaba el examen de uno de sus compañeros. Al ser sorprendido, se le anuló la prueba y fue citado a presentar explicaciones. El incriminado no asistió a realizar descargos. Lo que hizo fue demandar a la universidad. Alegó que ya llevaba copiando tres años continuos y jamás había sido descubierto. Por lo tanto, los culpables de sus actos eran esos profesores incompetentes que no lo habían pillado a tiempo.
El caso es similar al que se grafica en un cuento que ya es muy popular: Y luego está el niño que mata a sus padres y después le pide clemencia al juez por ser un pobre huérfano…
Aunque ambas situaciones tengan un acento anecdótico, la verdad es que sí reflejan la actitud de muchas personas. Culpar a otros de lo que ellos mismos hacen, o dejan de hacer, se convierte casi en un arte que practican con la mayor destreza.
Los otros son un pretexto
Los culpadores profesionales llegan tarde por causa del tráfico, el clima o los pésimos despertadores que se fabrican en la actualidad. Lo peor es que lo creen de veras. No es una excusa: en realidad piensan que son otros y no ellos quienes han cometido el error. Por eso no comienzan disculpándose por la tardanza, sino EXIGIENDO comprensión.
En realidad, se comportan como una especie de “víctimas privilegiadas”. Víctimas porque son el objeto de las malas acciones o la negligencia de los otros. Y privilegiadas porque suponen que los demás deben aceptar esa realidad que está en su cabeza y solidarizarse con ellos en lugar de responsabilizarlos.
Los otros son apenas un pretexto que les permite “entender” sus equivocaciones y justificar sus errores. Los demás son un instrumento en su esquema mental.
No es raro ver reflejada esta actitud en el lenguaje cotidiano. “Tú me haces salir de casillas”, dicen. Como si no fueran dueños de sus emociones y fuese responsabilidad de los demás el mantenerlos bajo control. “Tú me engañaste”, gritan también, como dando a entender que no tienen ninguna responsabilidad en lo que aceptaron creer.
Los niños eternos
Eso de estar culpando a los demás por todo lo que nos sucede, refleja un enfoque que pretende eludir la autonomía. Quien actúa así, sigue viéndose como un niño que aún no es responsable de sus actos. Por eso nunca se ve a sí mismo como el origen de un error. Preserva un narcicismo infantil que se resiste a evolucionar.
No lo hacen por lo que podríamos llamar “maldad” o irresponsabilidad en el sentido estricto de la palabra. Buscan mantener la frágil idea que tienen de lo que son y de lo que pueden hacer.
Finalmente sí son víctimas, pero de ellos mismos. La imposibilidad para asumir la responsabilidad sobre sus actos les impide también construir vínculos genuinos con otras personas. Lo que crean, más bien, es un juego de manipulaciones en el que quieren siempre salir indemnes y evitar crecer.
Piensan que admitir un error es una forma de carcomer su ego. Se equivocan de cabo a rabo. No hay nada que refuerce más nuestra propia identidad que asumir la responsabilidad por nuestros actos y sentirnos libres al hacerlo.
Imagen cortesía de Gabriel Georgescu