Sentirse mal sin sentirse culpable
Que maravilloso sería poder dejar de sonreír cuando no tengamos ganas; decir al mundo que hoy no nos apetece salir y que no queremos compañía, que elegimos estar solos o mejor que eso, que preferimos solo nuestra compañía. Ojalá fuese fácil comunicarlo sin sentir ese nudo en la garganta y esa extraña sensación en el estómago. En definitiva, sin sentirse culpable.
Lo mejor de todo sería que los demás aceptaran lo que nos apetecería en cada momento y volvieran cuando el cartel de abierto estuviera de nuevo en la puerta. Sin pegas y sin reproches. A veces, merecemos acurrucarnos a nuestro lado para estar con nosotros, reponer fuerzas y salir renovados.
En ocasiones, los días malos también son necesarios, sobre todo para aprender a valorar aquellos que son mejores. La magia del contraste puede enseñarnos mucho si le prestamos atención. Porque no basta con saber que las rosas tienen espinas y que hay que quitarlas, también es necesario aprender dónde están y cómo actuar para que no duelan.
Puede que estemos mal, que la desgana se haga con nosotros y pensemos en no hacer nada para ocupar nuestro tiempo. Pero es importante aprender que después de la tormenta, suele llegar la calma. La cuestión es que esto no siempre sucede en las condiciones que desearíamos.
Sentirse culpable por experimentar malestar
Sentirse mal es más común de lo que imaginamos. No todo en la vida es perfecto. Lo que sucede es que la sociedad no permite mostrar el malestar. De hecho, mostrarlo implica de algún modo sentirse culpable por los juicios y expresiones de las personas que nos rodean.
Si estás triste o por lo menos, si lo cuentas, te hacen sentir como un bicho raro. Algunos te ven como un inválido, otros parece que te desprecian y a otros les despiertas sentimientos de pena y corren en tu ayuda para animarte a salir… Parece que tolerar el malestar de los demás no es tan fácil, ni tan cómodo y que hay que taparlo, aislarlo o incluso, ignorarlo.
Quizás lo que sucede es que el malestar de los demás nos recuerde que nosotros también lo experimentamos; y ante una sociedad que castiga su expresión de algún modo, no resulta tan fácil aceptarlo.
Al malestar no hay que esconderlo o por lo menos no hay que sentirse culpable si lo experimentamos. Es ley de vida. Los días malos existen y no pasa nada si son puntuales. No duelen tanto como parecen. Su presencia solo indica algo que necesitamos, por eso es muy importante escucharlo.
Obligarnos a actuar de forma distinta a cómo nos lo pide nuestra interior, a forzar nuestra imagen externa y dibujar una sonrisa cuando no nace desde dentro, cuesta más. Por lo que permitir que salga nuestro malestar y que se expresa, nos ayudará a liberarlo. Si aceptamos que esto es necesario, sentirse culpable no será tan fácil.
El mejor refugio: nosotros
Para los días malos el mejor refugio es el que nos podemos facilitar nosotros mismos. Ese espacio de soledad pero a la vez de acompañamiento, donde desahogarnos sin sentirnos culpables y darnos la mano. Porque de algún modo estamos ahí para nosotros.
Un lugar para permitirnos estar más apagados y ver qué ha pasado con nuestras bombillas. Para luego arreglarlas y hacer que den luz de nuevo. Una zona a la que acudir cuando colguemos el cartel de cerrado por vacaciones, en obras o cerrar antes de tiempo.
Nuestro refugio es el asilo perfecto para escuchar a los gritos de nuestras emociones. Esas que están ahí esperando a que paremos con el solo pretexto de ser escuchadas. Porque de nada nos sirve ir con el automático puesto, ya que en algún momento saltará el nivel de alarma, y quizás ahí ya sean más difíciles las reparaciones.
Somos nuestro refugio, el sostén que nos levanta y el abrazo que nos arropa. El espacio idóneo para dejar fluir al malestar con la único intención de sentirlo y comprenderlo. Porque dedicarnos tiempo también es necesario y no por ello debemos de sentirnos culpables.
Que el mundo siga dando vueltas, que aprenderemos a subirnos en cuando tengamos de nuevo la fuerza suficiente para hacerlo, sin presión y sin exigencias…