Siembra odio y cosecharás violencia
El principal fruto del odio es la violencia, porque solo esta le da continuidad. El odio es como un apetito incontrolable, que parece no saciarse jamás. Está hecho de ira, de rencor y siempre encuentra una razón para encenderse de nuevo. Sin duda, se trata de una de las pasiones más esclavizantes para el ser humano.
Se dice popularmente que: “el que siembra, recoge”. Generalmente se le otorga un sentido positivo a esa máxima. Pero en realidad, este postulado aplica tanto para bien como para mal. Es decir, si siembras amor, quizás puedas recoger amor; pero si siembras odio, muy seguramente recogerás odio o violencia, que es peor.
“Más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor.”
-Jacinto Benavente-
El odio se multiplica rápidamente
Cuando alguien agrede a otra persona, sea por la razón que fuere, genera en esa persona un componente de ira y aflicción: una herida difícil de sanar, según haya sido la magnitud de la ofensa recibida y según sea el historial de agresiones albergadas en el corazón.
Por supuesto, entre más historial negativo exista, más grandes y profundas son las heridas que vamos a encontrar. Porque algunas personas tendemos a recordar más los malos momentos que los buenos y a resaltar más el error que el acierto.
De la agresión al odio hay solo un paso. Una cadena de agresiones va generando las condiciones para que llegue el odio y se instale en el corazón. El vínculo nacido de este inquietante sentimiento puede ser más fuerte que el que se origina en el amor. Lo que sigue es un crecimiento exponencial con las agresiones, porque siempre habrá “una cuenta por cobrar”.
Prácticamente nada justifica la violencia
La violencia nunca lleva a algo bueno. Por lo general, nace de la cobardía, de la ignorancia o de ambas carencias a la vez. Es un comportamiento que denigra y lesiona la condición humana, cuando menos en el plano ético y social.
La violencia engendra, por lo general, más violencia. Y sus consecuencias son casi siempre las mismas: odio, rencor y un pronunciado deseo de venganza. Si se quiere, damos paso a un círculo vicioso casi interminable y, de plano, vano y obtuso, como el mito de Sísifo.
No obstante y aunque hay contadas ocasiones en que las que la violencia se puede entender y quizás admitir como defensa propia, aún así continua dejando serias dudas sobre su validez y aprobación. Siempre debería ser un recurso de última instancia, es decir, literalmente, porque las circunstancias ya no dejan otra salida. La última opción a tener en cuenta. Solamente válida cuando hay otro valor de jerarquía superior en riesgo.
Del odio a la violencia
Violencia no es solamente una agresión física o verbal. Hay gestos profundamente violentos, que no necesitan siquiera de una palabra. Como cuando se denigra a otro con solo una mirada o se es cómplice de una injusticia, por pura comodidad, porque denunciar puede traernos problemas.
Sin embargo, por mucho que se oculte o se disfrace ese tipo de violencia, siempre se hacen palpables los efectos que conlleva. Lo que sigue es una cadena de resentimientos sordos y ecos en la herida que palpita. Así se conforma así un círculo dramático en el que dos personas quedan estrechamente ligadas por un sentimiento enfermizo.
Casi todas las personas que hacen uso de la violencia alegan tener derecho a ella. Si se examinan esos odios que duran años, esas violencias que duran siglos, siempre se encontrará que cada uno de los involucrados piensa que sus agresiones no son más que un acto de defensa plenamente justificado.
Quieren evitar que les hagan daño y por eso hacen daño primero. Quieren que los respeten y entonces hacen todo por atemorizar al otro, con la ilusión de lograrlo. Quieren que haya paz y tratan de lograrla silenciando a quienes piensan distinto o cantan en la noche. Luego, si reciben a cambio una agresión, ratifican la validez de las suyas propias.
¿Por qué cuando decimos una mentira, por ejemplo, planificamos todo tan bien y logramos casi siempre nuestro objetivo? y ¿por qué cuando decimos la verdad encontramos tantos obstáculos, rechazos y peros en su consecución?
Romper el círculo del odio y la violencia
El perdón libera. La paz es la condición sine qua non de la felicidad. Pero ni perdonar, ni alcanzar la paz son actos automáticos. Demandan un proceso profundo que debe comenzar con el reconocimiento de los propios errores y desaciertos.
El mundo necesita de seres fuertes y valientes, que no teman dar un paso atrás para evitar un conflicto. Que sean capaces de guardar silencio y esperar hasta que el otro se calme, para iniciar un diálogo productivo. Que busquen entender al otro, antes que juzgarlo, condenarlo, e incluso, castigarlo.
Tal vez lo que necesitamos son personas atrevidas, arriesgadas y decididas a segar las “malas costumbres”. Actos encaminados a sembrar los jardines ocultos o refundidos de crecimiento personal: una interesante forma de oponer resistencia al exagerado grado de violencia, tensión y agresividad en que vivimos… Y que nos impide quitarnos la venda de los ojos.