Solo hace falta un instante para que todo cambie
Es un día normal, tranquilo en medio de personas que caminan en sentidos encontrados, ajenas al instante que vendrá y que lo cambiará todo. Hemos vuelto antes a Barcelona. La próxima semana se terminan las vacaciones y comienza un nuevo año. Ese tan individual, que para muchos comienza en septiembre.
Procuro caminar despacio, para no despertarla. No le gusta el calor que en ese instante y a esas horas el Sol todavía impone desde el cielo. Suerte que hay sombras. Todos parecen seguirlas, buscando una tregua. La pulsera me queda grande y baila en mi muñeca. Recuerdo del último paseo por la playa: la arena quemaba, el aire no tanto.
Todos los rostros llevan escritos un mensaje: el de haber salido quizás demasiado pronto de casa, o del hotel, de la pensión o del apartamento. De la casa de unos amigos. A mi alrededor parece representado el mundo entero. Un mundo distraído por los escaparates, en las flores o en las terrazas que se ofrecen solícitas para ser fonda, al menos durante unos minutos, de una conversación en cualquier idioma.
Aquella calle que parece unir a España con Europa, pero también con América y el enigmático oriente. Para Hemingway, el trazado más hermoso que sus ojos contemplaron, con sombras o sin ellas. Y mientras el amor camina de la mano, asido de muy diferentes formas, un grito rompe la calma, como el relámpago que precede a cualquier tormenta…
En un instante, el terror espanta la tranquilidad
Una furgoneta circula por donde no debería. Muy rápida, cercenado vidas, causando dolor y dejando cuerpos tumbados en el suelo que ya nunca volverán a caminar por ningún continente. En un instante lo que se refleja en todos los rostros es el desconcierto, después el pánico. Corro y la niña se despierta, y llora, y grita, porque al igual que los demás no sabe qué ocurre, qué es lo que la ha despertado de su sueño. En el aire no respira mar ni sal, sino sangre y miedo.
En un instante, todo ha cambiado…
Corro agarrando con fuerza el carrito, como si no hubiera mañana -“¿quién sabe si lo habrá?”, una verdad que por ignorada rara vez me ha producido escalofríos-, con la pulsaciones disparadas y el corazón encogido. Solo quiero salir de allí. De repente algo me golpea y caigo, un golpe sordo, el carrito sigue huyendo y se pierde mientras mis ojos se cierran. En mi cabeza suena el eco lejano de los últimos gritos desesperados. El amor ha caído al suelo porque ya nadie lo sujeta de la mano, y se ha roto en mil pedazos.
Todas las rosas, en un instante, se vuelven negras…
Noto como me dan la vuelta y como un ruido sordo me recorre todo el cuerpo. Me cuesta mucho pensar. Intento dar una orden a mis ojos para que se abran, pero no me obedecen. Se lo pido y después se lo imploro, quiero que me permitan rescatar esa esperanza que se ha escapado de mis manos en medio del horror.
El ruido de las sirenas se clavan como puñales en mis sienes, el dolor deja de ser el de una pesadilla y se vuelve real hasta para el más incrédulo. Alguien intenta arrastrarme con dificultad, pero no puede. Me deja en el suelo, ahora son dos personas las que lo intentan. Una tiene las manos pequeñas y suaves, las de la otra parecen haber recorrido el mundo levantando anclas.
Intento decir Amaia, como invocando un conjuro, para que vuelva. Intuyo que han llegado a un lugar seguro, porque ya no me mueven y alguien me toma con suavidad de la muñeca. Me toman el pulso, apenas perceptible, pese a la tensión que me rodea. Alguien le habla, intentan despertarme. Me golpean con vergüenza en la cara y repiten mi nombre.
Un instante para volver a ver, toda una vida para explicar
También quiero volver a ver porque fuera, en algún lugar, hay algo que es más importante que yo. Es algo que te pasa el día que eres madre. Ese día sientes que ya nunca volverás a ser la primera, además de estrenar temores. Una larga lista, aterradores si se piensan al detalle. Pero esto no me lo imaginé, que podía ser yo la que estuviera en ese lugar rodeado de cintas y de policías en el que se acababa de mascar una tragedia. Que en un instante pudiera perder tanto…
Abro los ojos y el dolor se intensifica. Es el brazo, pero también, la cadera, la espalda y la pierna derecha. Intento coger aliento y entonces sí, digo Amaia, es mi respuesta, la única que tengo en este momento para mi nombre. Ahora mismo no lo recuerdo, solo busco el azul celeste a lunares blancos. Siempre he odiado el carrito que ahora anhela encontrar. Cierro los ojos y tomo impulso. Al fondo lo veo. Lo señalo y alguien corre y lo acerca: una de las ruedas se ha roto y lo hace con dificultad.
Amaia. Le puse ese nombre porque en ella vi la misma frescura y la misma vida que en un paisaje vasco. Verde, intenso, lluvioso y misterioso. No escucho, solo busco con la mirada, cualquier ruido me parece lejano. Liberan mi mano y empujo contra el suelo. La misma sangre que llena mi garganta hace que mis esfuerzos resbalen.
Quiero asomarse y entonces la escucha gritar. Ese grito me arroja una pregunta, cómo voy a explicarle cuando sea mayor lo que ha sucedido, cómo le voy a contar que alguien ha intentado matarla antes de que pudiera cometer su primer error o pronunciar una palabra.
Sin embargo, antes tendría que entenderlo ella, que había cometido muchos… y que en aquel instante le parecían todos muy pequeños para lo que podía haber perdido en un parpadeo de sus ojos, que ahora sí podían cerrarse en paz.
Amaia…