Una historia budista sobre la paciencia y la quietud mental
Tenemos la mala costumbre de querer casi todo al instante, de hacer las cosas inmediatamente. Preferimos cambiar de opción, antes que tener paciencia. Somos más de rendirnos que de esforzarnos, sobre todo, si los frutos necesitan su tiempo para madurar.
Nos incomoda posponer la satisfacción de nuestros deseos, tener que esperar… De hecho, cuando creemos hacerlo, nuestra mente comienza a bombardearnos a través de preocupaciones y expectativas, para acelerar el ritmo de los acontecimientos.
Así, vivimos deprisa y con mucho ruido, tanto interno como externo. Deambulando de un lado para otro, sin más rumbo que aquel que nos marca nuestra necesidad de satisfacción inmediata. A esto hay que sumarle, el barullo de nuestra voz interior, pues el pensamiento parece estar presente en cada cosa que hacemos. Es como si, de algún modo, fuésemos adictos a este. Nos encanta pensar, crear hipótesis y dejarnos atrapar por los laberintos y círculos viciosos de nuestras creencias.
Ignoramos quizás lo más importante: cómo salir de estas trampas autoimpuestas, cómo liberarnos de nuestras trampas mentales. La historia budista que viene a continuación nos proporciona la respuesta.
“La mente es un instrumento soberbio si se usa correctamente. Sin embargo, si se usa incorrectamente se vuelve muy destructiva. Para decirlo con más precisión, no se trata tanto de que usas la mente equivocadamente: generalmente no la usas en absoluto, sino que ella te usa a ti. Esa es la enfermedad. Crees que tú eres tu mente. Ese es el engaño. El instrumento se ha apoderado de ti”.
-Eckhart Tolle-
La historia budista
Buda y sus discípulos decidieron emprender un viaje durante el que atravesarían diversos territorios y ciudades. Un día en el que el sol brillaba con todo su esplendor, divisaron a los lejos un lago y se detuvieron, asediados por la sed. Al llegar, Buda se dirigió a su discípulo más joven e impaciente:
-Tengo sed. ¿Puedes traerme un poco de agua de ese lago?
El discípulo fue hasta el lago, pero cuando llegó observó que un carro de bueyes comenzaba a atravesarlo y el agua, poco a poco, se volvía turbia. Tras esta situación, el discípulo pensó “No puedo darle al maestro esta agua fangosa para beber”. Por lo que regresó y le dijo a Buda:
-El agua está muy fangosa. No creo que podamos beberla.
Pasado un tiempo, aproximadamente media hora, Buda volvió a pedir al discípulo que fuera hasta el lago y le trajera un poco de agua para beber. El discípulo así lo hizo. Sin embargo, el agua seguía sucia. Regresó y con un tono concluyente informó a Buda de la situación:
-El agua de ese lago no se puede beber, será mejor que caminemos hasta el pueblo para que sus habitantes nos den de beber.
Buda no le respondió, pero tampoco realizó ningún movimiento. Permaneció allí. Al cabo de un tiempo, le pidió al mismo discípulo que regresara al lago y le trajera agua. Este, como no quería desafiar a su maestro, fue hasta el lago; eso sí, tenía una actitud furiosa, ya que no comprendía porqué tenía que volver, si el agua estaba fangosa y no se podía beber.
Al llegar, observó que el agua para cambiado su apariencia, tenía buen aspecto y se veía cristalina. Así, recogió un poco y se la llevó a Buda. Este miró el agua y le dijo a su discípulo:
-¿Qué has hecho para limpiar el agua?
El discípulo no entendía la pregunta, él no había hecho nada, era evidente. Entonces, Buda lo miró y le explicó:
-Esperas y la dejas ser. De esta manera, el barro se asienta por sí solo y tienes agua limpia. ¡Tu mente también es así! Cuando se perturba, solo tienes que dejarla estar. Dale un poco de tiempo. No seas impaciente. Todo lo contrario, sé paciente. Encontrará el equilibrio por sí misma. No tienes que hacer ningún esfuerzo para calmarla. Todo pasará si no te aferras.
El arte de la paciencia para silenciar la mente
La paciencia. Ese es el secreto de esta historia budista. El arte de saber esperar, de respetar tiempos y hacer una pausa cuando la ocasión lo merece -o necesita-, sobre todo, con nuestros pensamientos. De hecho, cuanto más abrumados nos encontremos y las telarañas formadas por nuestras creencias se hagan más y más grandes, es cuando más necesitamos parar.
No hacer nada, dar tiempo y esperar es una buena opción para calmar esa mente agitada o mente de mono como la denominan los budistas. Esa que salta de pensamiento en pensamiento de manera agitada, hasta agotarnos y dejarnos confusos.
Porque si nos dejamos llevar por la impaciencia, la ira, el estrés o la frustración, además de sentirnos mal, seguramente, acabaremos por tomar decisiones precipitadas, fruto de nuestros impulsos. Cuanto mejor es tomarse unos minutos para respirar, tomar distancia emocional de aquello que ha sucedido y entrar en contacto con uno mismo. Porque solo de esta forma conseguiremos alcanzar ese estado de quietud mental, como se indica al final de la historia budista.
En ocasiones, no se trata tanto de actuar o de hacer algo urgentemente, sino de estar en calma y no dejarse llevar por el ruido de la inmediatez y lo placentero; es decir, de aquietar las aguas de nuestras mentes y esperar el tiempo que sea necesario. Porque cuando calmamos nuestra mente y alcanzamos esa quietud mental, las emociones se funcionan con nuestros pensamientos y somos capaces de adoptar otras miradas, otras perspectivas.
“Se trata simplemente de sentarse silenciosamente, observando los pensamientos pasando a través de ti. Simplemente observando, no interfiriendo, no juzgando, porque el momento en que juzgas, has perdido la pura observación. El momento en que dices ‘esto es bueno, esto es malo, has saltado en el proceso de pensamiento”.
-Osho-