Vergüenza: cómo comprenderla para poder resolverla
Todos la conocemos porque todos la hemos sentido alguna vez. La vergüenza aparece de forma habitual y, aunque tiene funciones muy valiosas, también puede resultar muy limitante. Conocer y comprender cuándo y para qué aparece la vergüenza nos ayudará a experimentar todas situaciones en las que le vemos las orejas como oportunidades de aprendizaje. Veremos a continuación como utilizarla a nuestro favor, sacando provecho a su función esencial.
¿Has dejado de hacer alguna vez algo por vergüenza? Seguro que sí, y es que la vergüenza impide que hagamos, que nos expongamos y que evitemos ciertas situaciones aprendidas: me da vergüenza hablar en público, mirarle a los ojos, sentarme a su lado, que me miren, bailar, etc. Todo un repertorio de conductas que evitamos, aunque nos gusten o apetezca hacerlas.
Disponemos de un juez interno, desarrollado mediante nuestra experiencia, que pretende “protegernos”. Cuando hacemos siempre caso a esta forma de protección, nos vamos anulando poco a poco en nuestras decisiones y necesidades.
Conocer la función de la vergüenza nos ofrece la posibilidad de poder afrontarla y decidir qué es lo que queremos hacer con ella.
Función de la vergüenza
Una de las formas de vergüenza nos sirve como señal para reconocer un error que hemos cometido, para que sintamos un arrepentimiento. Es la sensación de haber hecho algo de forma incorrecta para poder reconocerlo. Ejemplos donde se reclama tener vergüenza: tirar basura a la calle, actuar de forma corrupta, agredir a una persona, colarse delante de alguien, etc. Son situaciones donde se utiliza la expresión “¡qué poca vergüenza tiene!”.
Bajo esta construcción social de lo que resulta adecuado y lo que no, aprendemos a sentir esta emoción. La función de la vergüenza regula nuestro comportamiento para evitar que emitamos ciertas conductas.
Otra forma de vergüenza es una distorsión de la anterior. Es la que resulta más disfuncional, puesto que limita nuestra conducta, nuestra espontaneidad y libertad para hacer lo que nos gustaría. Son conductas asociadas a una mala experiencia o a una idea errónea de lo que es adecuado.
Se activa la vergüenza en estas situaciones, gobernadas por un juez interior que nos indica que alguien se va a burlar de nosotros, que lo vamos hacer mal, que no es normal, etc. Para que haya un avergonzado es necesario un avergonzador que juzgue la situación.
Nuestro avergonzador interno
Existen muchos avergonzadores en nuestro mundo externo: cuando éramos niños eran muy comunes las humillaciones, descalificaciones y las burlas.
El problema está en que cuando nos hacemos adultos, se internaliza el rol de avergonzador, imaginando la reacción del entorno. Así, dependiendo de la exigencia y rigidez de nuestro espejismo mental, limitará más o menos nuestras conductas espontáneas.
Lo cierto es que somos capaces de perder nuestra naturalidad por querer causar una buena impresión. Ante cualquier situación en la que nos expongamos y corramos el riesgo de que nos juzguen, generamos una tremenda tensión. Intentamos evitar la situación y, si nos enfrentamos, lo hacemos con el deseo de que termine lo antes posible.
En este estado de tensión no es sencillo disfrutar ni aprender. Si somos capaces de considerar estas situaciones a las que nos exponemos como un modo de superar nuestros temores, podremos ir liberándonos poco a poco de la exigencia de la perfección.
Nuestro avergonzador interno pierde fuerza cuando le quitamos importancia y cuando le demostramos que somos mucho más que los errores que podamos cometer.
Aprendiendo de la vergüenza
Como hemos visto, para que exista la vergüenza tiene que haber un avergonzador, ya sea interno o externo. Su función tiene muchos matices, puesto que nos está indicando algún aspecto disfuncional en nuestra actitud, que tenga que ver con nuestra perfección, falta de autoestima, miedo a cometer errores, etc.
Revisar las funciones de nuestro avergonzador interno nos puede ayudar a comprender y reestructurar su función. En esencia, la función de este sentimiento es la de informarnos de nuestras equivocaciones, con el fin de capacitarnos y aprender, no con el de destruirnos.
Para entender la vergüenza como una señal de una situación en la que podemos obtener un aprendizaje, es importante permitirse a uno mismo ensayar, explorar y equivocarse. Esta secuencia hay que vivirla con naturalidad y como algo que tendrá que ser siempre así, como condición de aprendizaje.
Cuando cometemos errores y nos equivocamos, tendemos a inflarlos y a identificarnos con esos errores como si constituyeran todo nuestro yo. Es necesario para que podamos avanzar tomar distancia y seguir un esquema de pensamiento que es bueno automatizar: “me ha ocurrido eso, pero no soy eso”.
Se trata de transformar nuestra vergüenza para que pase de examinador a colaborador, que nos pueda indicar los fallos, sin que caigamos en la exigencia de no poder cometerlos.