Confiar no es saberlo todo de alguien, es NO necesitar saberlo
Confiar en todo el mundo es como regalar lo más delicado que uno posee: el corazón. La confianza es un bien preciado, un tesoro que ofrecer con cautela, porque es lo más hermoso de una amistad y el vínculo más fuerte de una relación de pareja, ahí no necesitamos saberlo todo de esa persona porque la conexión es excepcional. Por otro lado, la confianza es imprescindible para que nazca y se desarrolle la intimidad.
Esta dimensión va mucho más allá del simple campo psicológico. Hablamos de un tendón emocional que al mismo tiempo edifica nuestra conducta social. Tanto es así que desde la filosofía y la sociología nos explican que la confianza adquiere en la humanidad un nivel más auténtico y revelador que en resto de animales. Estos últimos confían en sus semejantes de la misma especie por simple conducta instintiva. Las personas, en parte y a veces, lo hacemos de forma consciente, aplicando a menudo una sabia “selección”: un filtro muy especial basado en la experiencia.
“Confiar en todo el mundo es de insensatos, pero no confiar en nadie es de neurótica torpeza”
-Juvenal-
Hablar de confianza es referirnos ante todo a una emoción positiva que garantiza la fuerza de un vínculo. Sin embargo, pocas dimensiones definen más a un tipo de personalidad en concreto que el modo en que confiere su confianza a los demás. Una baja autoestima, una infancia traumática o el vivir en piel propia el impacto de la traición hacen que nuestra confianza se convierta en un regalo más difícil de compartir.
Un tema sin duda interesante y lleno de matices que deseamos compartir contigo.
Dejar de confiar se traduce en agotamiento emocional
Una de las ventajas psicológicas e incluso evolutivas del concepto de confianza es que nos permite “suspender” temporalmente nuestro instinto de autodefensa, de incertidumbre y miedo. Porque pocas cosas pueden ocasionar un mayor sufrimiento emocional que estar siempre a la defensiva, que temer ser heridos o traicionados en nuestro trato cotidiano con nuestros semejantes.
Dar nuestra confianza a alguien supone, por tanto, acabar con esa incertidumbre para simplificar las relaciones personales. Dejamos de preocuparnos por el comportamiento del otro como amenaza y, a su vez, establecemos hipótesis al respecto de la conducta futura de esa persona: damos por sentado que la interacción siempre va a ser positiva, que no ejercerá ninguna acción en nuestra contra y que será esa mano amiga, esa alma llena de luz que nos guíe en cada momento.
Confiar no es tener que saberlo todo de nuestra pareja, de ese familiar o de ese buen amigo. Confiar es no necesitar explicaciones, es saber leer la sinceridad en la mirada, es conectar nuestras mentes para armonizar un día a día donde no habita la exigencia, donde no existe el férreo control o el tener que reafirmar ese vínculo a cada instante para que la otra persona nos crea.
Por otro lado, cabe recordar que nuestro cerebro necesita simplificar y prefiere navegar por una cotidianidad rutinaria exenta de riesgos. Necesita de un adecuado equilibrio emocional donde la confianza es, por así decirlo, su mejor arma para que podamos “funcionar”. Si lo pensamos bien, cada uno de nosotros hemos puesto como piloto automático en nuestra mente a un comandante que a cada instante nos susurra aquello de “confía“, coge el coche y conduce, no te pasará nada.
“Confía” ese médico sabe lo que hace y te va a ayudar. “Confía” cada día cuando salgas a la calle, la fatalidad no es algo que uno encuentre a cada metro. En caso de no poner este piloto automático en nuestra mente, desarrollaremos una conducta neurótica que nos desconectará por completo de la realidad, de nuestro equilibrio personal.
Si quieres que confíen en ti, confía en los demás
Hemos de admitirlo, una vez nos fallan, es muy difícil volver a confiar. Es como si nos hubieran arrancado un pedazo de nuestras entrañas. Como si el propio Shylock del “Mercader de Venecia” se hubiera cobrado su pago llevándose una libra de nuestro corazón. Es una herida permanente y profunda que impide, en muchos casos, que volvamos a conectar de forma tan íntima con alguien.
“El mejor modo de saber si puedes confiar en alguien, es ofreciéndole primero tu confianza”
-Ernest Hemingway-
Las decepciones que más duelen son aquellas vividas con nuestras personas más cercanas. No obstante, lo más problemático de todo esto, es el hecho de que esa desconfianza se extiende a otras áreas de nuestra vida: empezamos a desconfiar prácticamente de cualquier cosa hasta convertirnos en fóbicos permanentes, en tristes espectros de una tristeza imperecedera que nos recluye en los rincones más aislados de nuestra sociedad.
Volver a confiar, clave de la Inteligencia Vital
Dentro del “manual del eterno desencantado”, se halla ese capítulo que empieza con “nunca volveré a confiar en nadie, la gente es dañina, desinteresada y egoísta”.
Pensar esto nos supone entrar, lo queramos o no, en una entropía vital irremediable, cuando en realidad las personas estamos predispuestas genética y evolutivamente para conectar las unas con los otras. Confiamos para crear lazos, confiamos para reforzarnos psicológica, intelectual y emocionalmente y confiamos también para desarrollar eso que ahora se llama “inteligencia vital”.
Una inteligencia consciente y vital es una invitación directa a la supervivencia y a la autorrealización, ahí donde la confianza en nosotros mismos y en los demás, es el sustrato más poderoso para darnos aliento. Porque al final, lo queramos o no, tenemos que hacerlo, abrirnos a alguien para abrazar su ser, y entonces reencontrarnos una vez más con nosotros mismos.
Pocas cosas pueden llegar a ser más satisfactorias.
Imágenes cortesía de Pierre Mornet