Cuando la obstinación se convierte en una cárcel
Las personas perseverantes que tienen las ideas claras y saben lo que quieren suelen ser muy admiradas y conseguir prácticamente todo lo que se proponen, pero ¿Qué pasa cuando nos obcecamos con la misma idea, cuando queremos tener siempre la razón, cuando no somos capaces de escuchar los consejos y advertencias de los seres que tenemos a nuestro alrededor? Es entonces cuando nuestra obstinación se convierte en una cárcel y nuestro ego, en los barrotes.
A veces me pregunto cómo sería mi vida si hubiera escuchado más a las personas que he ido encontrando en mi camino y han tenido la paciencia de darme buenos consejos, muchas veces fruto de una larga experiencia, y yo, erre que erre, con una idea fija en la cabeza. Esta incapacidad que a veces todos tenemos de dejarnos modificar por el entorno y querer tener siempre la razón, nos ciega y en muchas ocasiones se convierte en un obstáculo que continuamente tenemos que salvar.
Es muy común confundir fortaleza con obstinación. Y en algunas ocasiones hasta podemos ser ambas cosas, sin embargo son caminos que nacen y llevan a lugares muy diferentes: la fortaleza nace de la capacidad de adaptarnos y la obstinación del miedo al cambio y el ego desmedido. Los obstinados de carácter tratan de vencer su miedo luchando con los otros, pero no son conscientes de que el poder que creen tener, su terquedad, es en realidad debilidad disfrazada de fuerza.
El miedo suele ser la causa de la mayoría de nuestros problemas: miedo al cambio, miedo al rechazo, a la soledad, etc. Hay personas que temen mostrarse a sí mismas porque se sienten vulnerables y se refugian detrás de su ego cerrándose a cal y canto al mundo exterior. Ese muro les impide conectar con los otros y con la demanda del momento. Así en su afán por proteger su mundo interior dejan de empatizar y congeniar con los otros y las relaciones personales se resienten mucho.
Es difícil ser feliz cuando se entiende la vida como una lucha y las relaciones personales como una guerra.
Querer tener siempre la razón es una gran responsabilidad que puede llegar a pesarnos como una gran losa. Nadie nos pide que estemos siempre seguros de todo, a veces uno simplemente no sabe la respuesta. Admitir que no somos perfectos es uno de los caminos directos a la felicidad y mejora mucho las relaciones con los que tenemos alrededor porque, si en vez de luchar y quedarte en esa cárcel que es la obstinación, entiendes las relaciones personales como un apoyo mutuo, asumes que los que te rodean tienen mucho que enseñarte y estás dispuesto a modificar tus pensamientos y acciones, sin dejar de ser tú mismo, seguro que tomarás mejores decisiones y estarás mucho más cerca de alcanzar la felicidad. En definitiva: “Be water, my friend”
Foto cortesía de Tomas Hawk