Edward Hopper, el pintor de la soledad y la eterna espera

Edward Hopper era el pintor de la soledad y la eterna espera. Abundan en sus obras personajes femeninos envueltos en el misterio, rostros pausados aguardando algo que nunca llega... Tras esas pinceladas se esconde un universo psicológico que vale la pena descubrir.
Edward Hopper, el pintor de la soledad y la eterna espera
Valeria Sabater

Escrito y verificado por la psicóloga Valeria Sabater.

Última actualización: 19 mayo, 2023

En los cuadros de Edward Hopper, el tiempo no pasa. Parece detenido, condensado en una eterna espera donde los rostros femeninos aguardan pacientes, envueltos en un aire enigmático. Figuras quietas y expectantes en  habitaciones de hotel, en bares, estaciones… La soledad y el misterio atrapa en todas sus pinturas gracias a esas escenas, a esos colores y atmósfera inquietante.

El arte y la psicología siempre han ido de la mano y las obras de Hopper no son ajenas tampoco a esta relación. Adivinamos en ellas algo más que el ejemplo más llamativo del estilo modernista del retrato americano.

En sus pinceladas se esconden enigmas y relatos ocultos; los mismos que llevaron a Alfred Hitchcock a escenificar en sus películas varios de sus cuadros.Un ejemplo de ello fue la célebre casa de Psicosis, copiada al detalle del cuadro de Hopper House by the Railroad.

Si observamos algunas de las pinturas más célebres de Edward Hopper nos daremos cuenta, por ejemplo, de que las mesas casi siempre aparecen vacías. No importa que los protagonistas estén en una cafetería o restaurante: nunca aparece comida.

La historiadora de arte Judith A. Barter explica que el pintor y su esposa, también artista, siempre comían de lata y que, sin ser pobres, eligieron un estilo de vida tan austero como asfixiante. El mismo que se percibe en los cuadros.

Hopper visualizó también en sus lienzos el papel cambiante de la mujer en la sociedad americana de principios del siglo XX. Esas figuras femeninas aparecían ya en sus oficinas, tomándose algo al final de la jornada en una cafetería, acudiendo al trabajo en tren…

Sin embargo, en todos esos cuadros queda impregnada en forma de pátina la propia soledad. Una soledad seductora, pero palpable e insoldable al fin y al cabo. Reflejo sin duda de una sociedad que intentaba avanzar a duras penas…

Edward Hopper fue el artista que mejor evocó la soledad urbana y también la decepción de las personas.

Mujer sentada mirando por la ventana

Edward Hopper y la psicología inscrita detrás de sus pinturas

Hopper fue un artista estadounidense del período modernista especializado en lo que se conoce como realismo americano. Su trabajo coincidió con el auge en Europa del psicoanálisis.

Sus biógrafos, como la historiadora Gail Levin, nos explica en su obra Edward Hopper: An Intimate Biography, que él mismo sabía que su mente estaba algo distorsionada, pero era ese desequilibrio interno el impulso que guiaba su mano cuando pintaba.

Le gustaba transmitir en sus obras la esencia de la soledad contenida en interiores (bares, estaciones, trenes y apartamentos). Un ejemplo excepcional de ello es Morning Sun, ahí donde el espectador adquiere, casi sin quererlo, la perspectiva de un voyeur, atendiendo a esa mujer que sentada con un camisón rosado sobre una cama en su habitación atiende la vista del amanecer ante su ventana.

Edward Hopper, al igual que Raymond Chandler, nos describieron a la perfección la esencia de aquellos años 30 y 40 en Estados Unidos. La urbanización, una sociedad intentado despertar tras una recesión económica, la diferencia de clases y esa marcada soledad que parece ir siempre de la mano junto al progreso. Todas esas dimensiones quedaban a menudo impresas en rostros y figuras femeninas.

Mujeres que parecían sumergidas en la antesala de una espera eterna. Pensando quizá en las ilusiones frustradas, en sueños que no llegan, en personas que se quedaron atrás…

Mujer sentada

El misterio de las mujeres en los cuadros de Edward Hopper

Hay un detalle que todo buen aficionado obras de Hopper habrá visto en alguna ocasión. ¿Quiénes son esas mujeres que aparecen en sus cuadros? La respuesta es tan interesante como reveladora. Todos esos y cada uno de esos rostros eran un solo: el de su propia esposa, la pintora Josephine Nivison.

Jo Nivison tenía más fama y renombre que el propio Edward Hopper. Había sido una mujer de éxito; una pintora admirada que había expuesto junto a otros referentes como Modigliani y Pablo Picasso. Ahora bien, cuando se casó con su compañero de profesión, se centró solo en él. Juntos establecieron una relación dependiente y tóxica, pero increíblemente productiva para Hopper.

Vivían en el último piso de Washington Square, en Nueva York. No tenían lujos y tampoco los querían. Lo único que les interesaba era esa habitación con increíbles vistas y excepcionalmente luminosa. Apenas salían de esas cuatro paredes, él pintaba, ella le hacía sugerencias, llevaba la contabilidad y organizaba los contactos con agentes y galerías de arte.

Tal y como aparece en los propios diarios de Joe Nivison sucedieron episodios de maltrato. Además, Hopper, se ocupó de despreciarla como artista de forma constante para que no continuara con su carrera. La quería solo para él y ella también lo quería solo para sí. Ambos crearon una atmósfera asfixiante a la vez que extraña, la cual quedó contenida también en varios lienzos y dibujos.

El pintor de los umbrales

El filósofo Alain de Botton dijo una vez que Edward Hopper era el pintor de los umbrales. Se especializó sin saberlo en ese arte donde los personajes quedan contenidos en escenarios de tránsito: una estación, un bar, una gasolinera, la habitación de un hotel, una oficina… Son escenarios urbanos donde las personas quedan diluidas en la espera, en esa mirada introspectiva que anhela quizá algo que ya no va a volver.

Hopper quiso dejar en su arte la esencia introspectiva de una época. Él mismo era un amante de la soledad, de ese retiro voluntario construido junto a su esposa, donde ella le servía de puente con el mundo exterior.

Joe Nivinson era la que cruzaba los umbrales para hablar con la prensa, ella la que concertaba ventas o exposiciones y ella la que le sirvió de musa durante toda su vida.

La riqueza narrativa y ambigua de las pinturas de Hopper es ya atemporal. Siempre atrae, siempre inquieta. La arquitectura, los rascacielos, los salones de hotel, esas mujeres y su ropa, esos hombres de espalda y hasta las mesas vacías, configuran un estado de ánimo muy concreto que siempre perdura y atrae: el de la soledad y la eterna espera.


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