El bailarín: más que política, arte
Ralph Fiennes es ya un actor consagrado con muchos títulos de renombre a sus espaldas; su familia es bastante conocida en el ámbito cinematográfico, es hermano de la directora Martha Fiennes y del también actor Joseph Fiennes. En el año 2011, Ralph Fiennes decidió dar el salto a la dirección con Coriolanus y, ahora, nos sorprende con El Bailarín (2018), una película británica que se estrenó recientemente en nuestros cines.
El filme narra la historia del bailarín ruso Rudolf Nuréyev en un retrato íntimo que pretende reconstruir la figura de Nuréyev a partir de sus recuerdos, de su difícil infancia hasta llegar a la decisión que cambiaría para siempre su vida: solicitar asilo político en Francia.
Fiennes ha asegurado que su interés en la figura de Nuréyev surgió a raíz de la lectura del libro Rudolf Nuréyev: The Life de Julie Kavanagh; en ese momento, no tenía en mente la realización del biopic, pero con el tiempo la idea fue tomando forma.
En la obra de Kavanagh se reflejan muy bien las dos facetas del bailarín: por un lado, su innegable talento para la danza; y, por otro, su difícil carácter.
Fiennes investigó en profundidad el mundo del ballet y escogió a un bailarín sin experiencia como actor para encarnar a Nuréyev, el bailarín ucraniano Oleg Ivenko. Su intención no era que un actor tomase clases de danza y, en las escenas más complejas, contar con un doble, sino la de captar la esencia de Nuréyev y que el intérprete pudiera emular sus movimientos.
Sin duda, esta decisión convierte al filme en una delicia estética que enamorará a los amantes del baile, pero que también cautivará a aquel público menos familiarizado con el ballet. Pese al innegable tinte político del filme, El Bailarín es, en realidad, una historia sobre el arte, sobre el baile en sí, pero también sobre cómo nuestro pasado y nuestras decisiones van forjando nuestro carácter y nuestro destino.
Un pasado difícil
La estructura del filme no es lineal, sino que vamos descubriendo algunos episodios del pasado de Nuréyev en forma de flashbacks. Sabemos que nació en un tren y creció en una zona rural cerca de Ufá. Su infancia no fue fácil y se vio marcada por la pobreza y la miseria. Aunque mostró grandes aptitudes para la danza, su formación como bailarín fue bastante tardía debido a las carencias de su infancia. En 1955, es enviado a Leningrado donde se forma en una escuela de ballet. Allí, entrará en contacto con Aleksandr Pushkin (interpretado por Fiennes), que se convertirá en su maestro.
El pasado de Nuréyev parece haber hecho mella en él y, poco a poco, vamos descubriendo a una persona arrogante, egocéntrica y que se encuentra en un estado de alerta constante, como si creyera que todo el mundo conspira a sus espaldas.
Fiennes ha explicado en varias entrevistas que su intención era la de ir mostrando al espectador por qué Nuréyev tomó determinadas decisiones y cómo su pasado contribuyó a configurar a una persona que, en las distancias cortas, era bastante desagradable. Bailaba como los dioses, pero era intratable, eso es lo que plasmó Julie Kavanagh en su obra y también está muy presente en El Bailarín.
Nacer en un tren, vivir en la más absoluta miseria y no haber tenido acceso a una buena educación fueron algunos de los hechos que más marcaron a Rudolf Nuréyev. Sin duda, fue un personaje muy singular, indisciplinado e irreverente y con un talento inigualable para el baile.
Así, el título original de la película, The White Crow (el cuervo blanco), hace referencia al apodo con el que se conocía a Nuréyev y que, en la Unión Soviética, se utilizaba para designar a personas diferentes, que escapaban de lo convencional.
Fiennes no ha querido plasmar todos los acontecimientos de la vida del bailarín, sino aproximarnos a un relato más íntimo, centrado en un momento clave de su vida, el viaje a París y sus recuerdos pasados. De este modo, logra conectar al espectador con el protagonista, le ayuda a comprender las claves de su compleja personalidad. Vemos en él ciertos complejos, cierto afán de protagonismo y de querer aprender y progresar; por ello, París será toda una revelación para Nuréyev.
El bailarín: una visión intimista
El bailarín es una historia de aprendizaje en todos los sentidos, desde el artístico hasta el más personal. Nuréyev poseía cierta ambigüedad, cierta estética andrógina y sus movimientos resultaban bastante femeninos. Su aspecto físico resultaba atractivo tanto para hombres como para mujeres, así, descubrimos algunas de las relaciones sentimentales que mantuvo el bailarín.
En un momento en el que los bailarines masculinos apenas destacaban en comparación a las mujeres, Nuréyev logró resaltar y dotar a su baile de cierta feminidad. Las escenas de baile son realmente bellas, los cuerpos parecen hablar e incluso en los ensayos el realismo se adueña de la pantalla; la cámara sigue las gotas de sudor, la respiración, el sonido de los cuerpos al bailar… Y el resultado es asombroso, nos hace partícipes de todo aquello que implica el baile en sí.
El filósofo Ortega y Gasset, en el prólogo a su obra La deshumanización del arte, decía que, en el mundo, encontramos tres elementos: las cosas, los otros y el yo. Considerando estas tres cosas, el yo es lo único ante lo que no podemos adoptar una actitud utilitaria, no podemos convertirlo en una cosa ni utilizarlo.
¿Por qué no podemos cosificar el yo? El yo es algo que está constantemente verificándose y, por ejemplo, cuando decimos “yo ando” estamos recopilando un gran número de procesos que están aconteciendo de manera simultánea: calor, cansancio, etc. Al decir “yo ando”, es como si detuviéramos el tiempo, pero no logramos hacer una imagen de todo lo que ello implica, pues se trata de un proceso íntimo.
Para este filósofo, la labor del arte es la de tratar de transmitir las cosas ejecutándose, es decir, acercarnos a esa percepción íntima. En El Bailarín, de alguna manera, se cumple esta premisa; ya no tenemos un cuerpo bailando, sino que lo oímos respirar, lo vemos sudar, escuchamos sus movimientos y la cámara nos detalla minuciosamente la acción. Igualmente, hay una escena absolutamente reveladora en la que Nuréyev acude a visitar la pintura La Balsa de la Medusa de Théodore Géricault.
Nuréyev ansiaba aprender, comprender el arte y trasladarlo a sus movimientos. En su infancia, apenas tuvo la oportunidad de estudiar y relacionarse con el arte, por lo que aprovechará cada ocasión para empaparse del mismo. Y eso es, precisamente, lo que percibe el espectador al observar a Nuréyev ante La Balsa de la Medusa; la cámara se acerca a la pintura, a los detalles más pequeños, a las pinceladas y, simultáneamente, nos acerca a Nuréyev, a su rostro contemplando la obra.
La cámara está tan cerca que podemos rastrear todos los poros de su piel y, de alguna manera, sentir cómo el bailarín se estaba empapando de arte, conectando con la pintura. Así, la película nos acaba de mostrar una experiencia de forma íntima y ejecutándose. No se ha limitado a mostrar a un hombre observando un cuadro, sino que ha construido un retrato de lo que supone realmente ver un cuadro y aprender de él.
El viaje a París
No podemos dejar a un lado el contexto político en el que se desarrolla el filme y cómo este termina influyendo de manera decisiva en la vida del protagonista. Poco tiempo después de su traslado a Leningrado, Nuréyev tiene la oportunidad de salir por primera vez de la Unión Soviética y viaja a Viena con la compañía. Sin embargo, como consecuencia de su conducta, se le prohibió volver a viajar.
Su suerte cambiaría en 1961 cuando el bailarín principal del Kirov sufrió un accidente y Nuréyev lo sustituyó. Esta sustitución lo llevó a París donde su baile fue aplaudido y aprovechó para relacionarse con diversas personalidades. Pero la Unión Soviética lo estaba vigilando y el bailarín se percató de que le estaban tendiendo una trampa en el aeropuerto.
Con la ayuda de Clara Saint, una mujer de origen chileno con la que había entablado amistad y que conocía a importantes figuras del poder, logró desertar. En este punto, el filme toma un giro radical, el relato se agiliza y se aleja en parte del intimismo inicial acercándose más a un thriller. El papel de Aleksandr Pushkin, a su vez, resultará decisivo en estos últimos minutos del metraje.
Así, El Bailarín nos invita a reconstruir la historia de Nuréyev, apoyándose en diversas escalas cromáticas para delimitar los distintos acontecimientos de su vida.
Finalmente, nos ofrece cierta intriga en el giro más interesante de la película; ya conocemos al protagonista, lo hemos odiado y amado a partes iguales, hemos comprendido su compleja personalidad y, ahora, se encuentra en apuros y queremos que su plan llegue a buen puerto. Pese al evidente contenido político, El Bailarín es un interesante ejercicio artístico que nos hace partícipes de una vida nada convencional.