Quien da no debe acordarse, pero quien recibe nunca debe olvidar
Dice el refrán que es de bien nacidos ser agradecidos. Sin embargo, aunque tengamos que acordarnos de lo que recibimos de los demás con la idea de agradecerlo de alguna manera, cuando nosotros realizamos una buena acción no debemos esperar la recompensa.
Ser desprendidos, generosos y tener siempre presentes a los demás deja tanta huella en nosotros como en los otros. Es decir, el mismo hecho de hacer algo por ayudar a los demás ya genera una compensación emocional, pues nos hace sentir bien a muchos niveles.
Echando una mano a los demás creamos huellas en muchos caminos, estas con el tiempo se transformarán en señuelos, en marcas que nos convertirán en personas de acero inolvidable. No hay nada como dar para aportar luz y descubrir la mejor versión de nosotros mismos.
Así, de alguna manera, ofreciendo algo a los demás logramos reafirmarnos y conocernos, ayudándonos a manejar nuestra autoestima y nuestro afán de superación. Tanto lo que recibimos como lo que damos marca un antes y un después en nuestra vida y en la de los demás.
La bondad no pide recompensas
Normalmente, la gente que está bendecida con el don de la solidaridad, la generosidad y la bondad, no es consciente de lo que suponen sus acciones para los demás. O sea, su actitud es tan natural que no piensan en qué les convierte lo que hacen.
En este sentido, las buenas personas no esperan que sus acciones les reviertan en ganancias, pues el propio bienestar generado por saber que están haciendo lo correcto les hace sentirse satisfechos.
Sin embargo, el peligro de darse a los demás es ofrecerse en exceso y perder el derecho de individualidad. Muchas veces a lo que acostumbremos a los demás puede volverse en nuestra contra, haciendo que perdamos la fuerza que caracteriza a la entrega, mermados por el egoísmo que reina en la exigencia ajena.
“A un gran corazón, ninguna ingratitud lo encierra, ninguna indiferencia lo cansa”.
Tolstoi
Las buenas personas también cometen errores
Las buenas personas también pueden herirnos y no por ello pierden su luz. Así, lo importante es que sepamos agradecer cada momento y cada gesto, sin condenar a los demás ni ofrecerles menos derechos.
Sin embargo, no podemos dejar de reconocer el esfuerzo de los demás por hacer el bien y facilitar la vida a los otros. No podemos juzgar ni despojar de sus buenos atributos a alguien que comete un error porque de esa manera debilitamos el mundo y la red de bondad que lo envuelve.
No todos somos totalmente buenos o totalmente malos. No siempre somos lo que parecemos, queramos o no todos tenemos luces y sombras. Lo que nos hace ser buenos o malos son los caminos que optamos por escoger, pues son los que nos describen y convierten en lo que verdaderamente somos.
Dicen que las personas se degradan cuando no hay humildad. No se trata de tomar grandes decisiones, sino de aportar pequeños granitos de arena a un mundo mejor. Las buenas personas se miden la lealtad de corazón y la grandeza del alma.
En definitiva y recordando las acertadas palabras de Cicerón, tenemos que tener presente que la gratitud no solo es la más grande de las virtudes, sino que es la madre de todas ellas. Esto es así porque es un valor que nace del corazón, haciéndonos capaces de respetar, valorar y reconocer aquello que los demás hacen por nosotros.
La vida puede confundirnos, pero no podemos olvidarnos de la importancia que tiene la gratitud y de no perder el tiempo quejándonos. Acepta que el mundo no está hecho de blancos y de negros, sino que existe una gama infinita de colores.
Haz siempre lo máximo lo mejor que puedas y, por supuesto, recuerda que la mejor recompensa está en ti.