¿Y si dejáramos de desconectarnos a través de la tecnología?
Vivimos en un mundo dinámico, tan dinámico que la velocidad de los cambios produce vértigo. Por ejemplo, si miramos nuestro cuerpo nos daremos cuenta de que parece una maquina diseñada para el movimiento y no para controlarlo todo desde la estaticidad. Sin embargo, la inercia que crea la tecnología es precisamente contraria a la que está inscrita en nuestra impronta genética.
Así, si hay un aparato que ha contribuido a multiplicar nuestras posibilidades de control, con una cantidad mínima de movimientos, es el teléfono móvil. Más que teléfonos son auténticas centrales desde las que podemos consumir contenido, pero también producirlo y compartirlo de manera inmediata. Estos pequeños aparatos, emblemas de la tecnología, pueden llegar a ser unos grandes aliados, pero también uno de los mayores peligros que nos acecha.
La soledad: el primer dolor causado por la tecnología
Las bondades de la tecnología las conocemos todos aunque solo sea porque disfrutamos de ellas. Sin embargo sus puntos más conflictivos son menos notables, ya que al estar inmersos en su uso, estos quedan difuminados en la pared de nuestra peculiar caverna.
El primer dolor tecnológico es sin duda la soledad. La posibilidad de hablar con una larga lista de contactos y la imposibilidad de hacerlo compartiendo miradas. Por las aplicaciones de mensajería instantánea se multiplican los “¿Cómo estás? Bien”, “¿Qué tal andas? Tirando” “¿Cómo lo llevas? Bueno” Seguro que sabéis a qué me refiero.
Esta soledad es nueva, una variante constante y continúa de estar solos entre un montón de personas. Cada una centrada en sus preocupaciones. Unas preocupaciones que cuesta más expresar sin cara, sin mímica y sin tiempo.
El primer dolor tecnológico es sin duda la soledad. La posibilidad de hablar con una larga lista de contactos y la imposibilidad de hacerlo compartiendo miradas.
La inmediatez, una moneda con doble cara
El segundo dolor tecnológico tiene que ver con la inmediatez o la posibilidad de inmediatez. De esa inmediatez que exige una conversación trascendente y que no existe porque la persona que escucha no está centrada en ella.
Que tiene que ver con la sensación de que alguien puede venir y exigirte esa inmediatez en cualquier momento porque entiende que lo que ha contado es lo suficientemente importante para paralizar tu vida. Las conversaciones han dejado de tener consenso. Ya no se empiezan a una hora y a un lugar en el que los dos tienen tiempo, sino que quedan sepultadas bajo una inmediatez envenenada por las interferencias y las tareas en paralelo.
Una inmediatez envenenada por las interferencias y las tareas en paralelo.
El automatismo de matar al aburrimiento con pantallas
El tercer dolor tecnológico tiene que ver con nuestra mímica. En los últimos somos más capaces que nunca de identificar cuando una persona se está aburriendo porque inconscientemente saca el teléfono. Así, el teléfono no deja de ser el delator, el ejecutor de nuestro sincericidio.
“Puedes seguir hablando que yo te escucho, ehhh” Bien, puedo seguir haciéndolo pero no tengo ningunas ganas de competir contra el artilugio que tienes en las manos. Soy consciente de que en ese artilugio tú eliges el contenido (por lo tanto siempre será interesante para ti) y que por el contrario, lo que yo comparto contigo no tiene por qué serlo.
Es entonces cuando la otra persona sigue hablando, con muy pocas ganas y asumiendo la derrota. Tampoco es extraño que imite la conducta de su acompañante y que empiecen a transcurrir los minutos en medio de una cita insulsa, en la que las posibilidades de conexión se rompen.
La comunicación artificial
El cuarto dolor de la tecnología es la comunicación artificial. Por ejemplo, se supone que los emoticonos tratan de suplir de alguna manera la falta de una expresión facial. Sin embargo, entre las muchas diferencias que hay entre las dos variantes existe una que es especialmente relevante.
Me refiero a que en el rostro hay una parte de expresividad inconsciente. Por ejemplo, cuando sonreímos de manera sincera hay determinadas arrugas que no podemos provocar cuando queremos simular esa sonrisa. Sin embargo, en el uso de emoticonos, el falso y el simulado son idénticos.
Además, ya no es que la propia expresión por emoticonos tenga una parte mucho más consciente, es que incluso las expresiones más genuinas mediante emoticonos pueden entenderse como una estrategia de manipulación consciente: “La persona me pone una cara triste no porque este triste, sino porque me quiere dar pena, y así conseguir algo de mí”. Por ejemplo, más atención.
Utilicemos la tecnología, disfrutemos de ella, pero no nos olvidemos de las buenas costumbres comunicativas de las que antes gozábamos y que estamos empezando a perder entre checks, flamencas y caritas con los mofletes pintados. Formas seductoras, pero frías; formas inmediatas, pero sin piel.