Billy Elliot: destruir los prejuicios bailando
Billy Elliot fue una de esas películas que abrió el nuevo milenio. En el año 2000, se estrenaba el film de Stephen Daldry que traía a la palestra un discurso que 20 años después sigue de total actualidad.
Abría el nuevo milenio porque nos brindaba un discurso que marcaría definitivamente el futuro y rompía con lo anterior. Es cierto que no es la primera vez que vemos películas sobre la tolerancia o que rompen los moldes de género, pero Billy Elliot era diferente. Lo hacía desde los ojos de un niño que, sin prejuicios, perseguía su sueño de ser bailarín.
Lo que este niño no sabía es que la sociedad estaría en su contra, que le pondrían una etiqueta que ni siquiera le identificaba y que su amor por el baile le traería conflictos incluso con su propia familia. Sin embargo, lo interesante no es tanto observar los prejuicios de la sociedad, sino cómo un niño consigue destruir esos valores obsoletos y enseñarle a su familia el poder de la aceptación y la tolerancia dejando los prejuicios a un lado.
El éxito de la película catapultó a la fama a su protagonista, Jamie Bell; inspiró una canción de Elton John: Electricity y convirtió en mito la obra que la inspira.
Billy Elliot es una película sencilla, pero con un gran mensaje. Triunfa por su cercanía, conquista por la lucha individual y por la aceptación familiar en un mundo plagado de prejuicios. Establece paralelismos entre el sistema opresor y el propio ambiente familiar.
Gracias a un reparto totalmente involucrado y a una historia sencilla, pero emotiva, Daldry logra su objetivo. Todavía hoy, seguimos reivindicando la importancia de su largometraje como una lección de vida y tolerancia.
Billy Elliot: prejuicios a un lado
Billy es un niño que vive en una zona humilde junto a su familia, compuesta por: su padre, Jackie; su hermano, Tony; y su abuela. Su padre y su hermano representan los valores que, con frecuencia, asociamos a la virilidad.
Tras la muerte de su madre, la familia se ve sumida en una situación bastante complicada y sobreviven con el sueldo de su hermano y su padre que son mineros. Por su parte, la abuela, pese a su avanzada edad, parece que en ocasiones tiene delirios de juventud recordando su pasado como aspirante a bailarina.
Billy Elliot es una película que nos invita a dejar los prejuicios a un lado. Los niños nacen exentos de estos prejuicios y es la sociedad la que los moldea hasta adaptarlos a los patrones establecidos. Quizás, en la actualidad, hemos avanzado un poco y esos roles de género están, por suerte, cada vez más distorsionados. Pero lo cierto es que, a comienzos del milenio, la huella de los prejuicios estaba muy a la orden del día.
Billy Elliot no es solo una película de un niño que quiere bailar en un mundo que asocia el baile a lo femenino, sino que nos invita a perseguir nuestros sueños lleven la etiqueta que lleven. Ni el fútbol es solo para chicos, ni el ballet es solo para chicas.
Frente a un padre que lo apunta a boxeo, Billy se rebela y decide dedicar su tiempo al baile, aunque ello conlleve las burlas y la discriminación de su entorno.
Es especialmente interesante ver cómo la película se empeña en destruir los prejuicios, pues lo fácil habría sido decir que Billy, además de querer ser bailarín, es homosexual. Pero nada más lejos de la realidad. De hecho, Billy entabla una bonita amistad con Michael, un niño de su barrio que lo apoya en todo momento y que, a diferencia de Billy, siente interés por vestirse de mujer y es homosexual.
Una vez más, somos los adultos los que ponemos barreras, los que frenamos la amistad y ponemos máscaras a nuestro verdadero yo. Billy jamás juzga a Michael, por el contrario, se divierte con él y acepta su homosexualidad sin ni siquiera hacer mención al tema. Pero no por ser tabú, sino porque los prejuicios no son algo que lo defina. Para él, Michael es su mejor amigo y la amistad está por encima de todo.
El contexto histórico y cultural
Aunque Billy Elliot se estrenó en el año 2000 y nos hable de tolerancia, también nos plantea un discurso político y cultural de lo más interesante.
El padre de Billy es minero y son los años 80, nos encontramos en un pueblo del condado de Durham, al norte de Inglaterra. En ese momento, Margaret Thatcher era la primera ministra del Reino Unido y había iniciado una política que sacudiría al norte del país, especialmente, a las clases obreras.
El gobierno de Thatcher llevó a cabo unas duras medidas económicas que se tradujeron en un fuerte desempleo, más concretamente, en las áreas más industriales del país. Pronto, los mineros se convertirían en su objetivo que desembocaría en un afán por privatizar y arrancarle poder a los sindicatos.
Thatcher se ganó infinitas enemistades entre las clases obreras dando lugar a la Huelga de mineros de 1984 a 1985, momento en el que se sitúa la acción del film. Además, se empeñó en privatizar y en aglomerar el poder en Londres.
Una decisión que le traería consecuencias y que, a día de hoy, sigue sin poner de acuerdo al Reino Unido. Pero lo cierto es que la huelga fracasó y, como consecuencia, el thatcherismo se alzaría como el gran vencedor.
El film, aunque tiene como hilo conductor la pasión de Billy por el baile, se encuentra profundamente marcado por ese movimiento minero que cayó ante el poder de Thatcher.
La importancia de la huelga está presente durante todo el largometraje, aunque en ocasiones algunos mineros como el padre de Billy tuvieron que agachar la cabeza ante el poder y acudir a su puesto de trabajo. Y es que en una relación de opresor frente a oprimido, el oprimido poco o nada tiene que hacer.
El padre de Billy, muy a su pesar, opta por trabajar. Una acción que, vista únicamente desde la perspectiva de la tolerancia, parece ser sencillamente la muestra de amor de un padre a su hijo. Pero vista desde el contexto histórico en el que se desarrolla la acción, lo cierto es que nos sobrecoge.
Ya no vemos a un padre luchar por el futuro de su hijo, sino a un padre lanzando piedras sobre su propio tejado con el fin de darle un futuro mejor a su hijo. Un padre que, prejuicios a un lado, es consciente de que su hijo no va a tener un futuro sin su ayuda y, muy a su pesar y ante una situación injusta, cede ante el opresor porque, sencillamente, no tiene otro remedio.
Esta situación de desigualdad la vemos perfectamente reflejada en el momento en el que Billy y su padre llegan a Londres para hacer las pruebas de baile. Momento en el que se hace patente que Billy es juzgado ante un jurado que parece no proceder del mismo mundo que ellos, pese a encontrarse a tan solo unos kilómetros de distancia.
Una sociedad londinense acomodada, frente al norte olvidado. Unos prejuicios que, al parecer, no solo estaban en el hombre que temía por la virilidad de su hijo, sino hasta en las más altas esferas.
Prejuicios que, sin duda, pueden truncar sueños, echar por tierra los deseos de muchos y que un niño se encarga de destruir diciendo que, cuando baila, siente como fuego, como electricidad. Porque su amor por el baile va mucho más allá, porque su amor por el baile poco o nada tiene que ver con el lugar en el que ha nacido ni con su orientación sexual o el tamaño de la casa en la que vive.
En definitiva, Billy Elliot es toda una lección de humanidad que viene de la mano de aquellos que todavía no han sido corrompidos: los niños.
“No puedo explicarlo. Cuando empiezo a moverme lo olvido todo, y es como si desapareciera y todo mi cuerpo cambiara, como si tuviera fuego dentro. Y me veo volando como un pájaro. Siento como electricidad”.
-Billy Elliot-