Delicatessen: una bizarra delicia
Para muchos, el nombre de Jean-Pierre Jeunet estará siempre asociado a Amélie (2001). Sin embargo, diez años antes del estreno del filme que le haría mundialmente conocido, sorprendió a crítica y público con una extraordinaria ópera prima: Delicatessen (1991).
Jeunet y su amigo, Marc Caro, se embarcaron en un proyecto difícil de clasificar; una rara avis del fantástico europeo. Marc Caro tenía experiencia en el mundo del cómic y Jeunet una carrera consolidada en la dirección de videoclips. Juntos lograron plasmar lo aprendido en sus disciplinas en una película fascinante y horripilante a partes iguales.
En un tiempo indefinido, suponemos que tras algún tipo de guerra o crisis, sobrevive una pequeña comunidad en un paraje totalmente inhóspito. La acción tendrá lugar en un vecindario en el que sus ocupantes pueden subsistir gracias a la carnicería que da nombre a la película.
El carnicero utilizará como cebo anuncios en periódicos ofreciendo un empleo en el mantenimiento del edificio, pero en realidad sus planes son mucho más oscuros. Mientras una parte de la sociedad acude al canibalismo, un grupo vegetariano vive en la clandestinidad recorriendo el subsuelo.
La llegada de un nuevo inquilino al edificio cambiará el transcurso de los acontecimientos y asistiremos a un espectáculo grotesco de lo más delicioso.
Delicatessen: dos vías para la supervivencia
El propio título del filme evoca lo exquisito, creando un marcado contraste con lo que estamos por ver. Ya los primeros minutos de metraje, nos advierten que algún peligro alberga la pequeña carnicería y vemos cómo el encargado de mantenimiento es asesinado.
Más tarde, a través de una escena en la que destacan los tonos rojos y marrones (evocando la sangre), un hombre se acerca al edificio para trabajar en mantenimiento.
El protagonista desconoce que, tras los roídos muros del edificio, vive una sociedad que sobrelleva la hambruna como puede gracias al canibalismo. El carnicero se eleva como la máxima autoridad, el hombre de poder al que todos temen y veneran a partes iguales, pues es él quien pone las leyes y quien se encarga de alimentar a toda la comunidad.
En contraposición y desde su ignorancia, el recién llegado manifiesta de forma temprana su vegetarianismo. De alguna manera, el personaje se niega a caer en la tentación a la que podría haberle llevado el hambre.
Todos los personajes sufren las consecuencias del hambre y la miseria, pero las solventan como consideran. Nadie les obliga a comer carne humana, aunque creen que es la única forma de sobrevivir.
Louison, que así se llama el protagonista, resulta ser un hombre con una sensibilidad que destaca en medio del horror. Había sido payaso y se siente atraído por la música, por ello, entablará una gran amistad con Julie, la violonchelista del edificio que es, además, la hija del carnicero.
Ante el peligro que supone para Louison permanecer en el edificio, Julie contactará con los Trogloditas, un grupo de resistencia vegetariano que sobrevive en las alcantarillas.
Jeunet y Caro nos conducen por una especie de fábula surrealista, atroz y entretenida a partes iguales. No faltarán las notas de humor y los variopintos personajes del edificio están perfectamente detallados.
Poco o nada sabemos de ese universo ficticio, pero intuimos que el hambre y la desolación han hecho mella en él. Entre seres repugnantes, logramos encontrar la belleza en esta bizarra fantasía.
Una puesta en escena inconfundible
Entre la parodia y la estética infantil, desde los primeros minutos, intuimos cierto ambiente tenebroso. La estética del filme bebe enormemente de las influencias de sus creadores, es decir, del cómic y del videoclip.
Así, en Delicatessen tenemos imágenes, planos y enfoques imposibles que parecen sacados de un cómic. Igualmente, la música se encuentra omnipresente, los ruidos de ambiente se combinan con la imagen para evocar sensaciones o incluso dirigir la acción.
El uso del color está perfectamente medido y ayuda a crear esa sensación de fantasía, de irrealidad e incluso de mundo onírico. En este sentido, son especialmente interesantes las escenas de los sueños y cómo, gracias a su puesta en escena, el espectador tiene la sensación de adentrarse en el subconsciente del personaje en cuestión.
Los personajes, además, se identifican con su entorno, con los colores y la vestimenta que utilizan. De esta manera, sin demasiadas palabras, el espectador verá a una mujer vestida de rojo que evoca el erotismo, a un hombre que vive entre sapos y caracoles, una mujer cuyo suicidio siempre se ve frustrado, etc.
Delicatessen recuerda enormemente al cine mudo; la mímica, los gestos y la expresión juegan un papel fundamental en el desarrollo de la trama. En definitiva, los cineastas han logrado coordinar música e imagen para crear una estética perfectamente cuidada, exquisita y extraña a partes iguales.
Que no falte el humor
Y entre todo este caos cuasi poético que presenta Delicatessen, tampoco faltará lo cómico. Ya hemos mencionado a algunos personajes que, por lo pintorescos que resultan, terminan por convertirse en cómicos. El filme hunde sus raíces en un humor bastante sutil que se manifiesta a lo largo de toda la cinta.
Esta sutileza en el uso del humor contrasta con lo horrible del escenario. Un humor utilizado de forma inteligente, ingeniosa e incluso oscura.
Lo macabro está muy presente en la cinta, al fin y al cabo, estamos ante un grupo de personas que sobreviven a base de carne humana. Lo macabro llega a tornarse poético, entretenido y, una vez más, delicioso. Lo violento se torna cómico en cuestión de segundos.
El espectador se encuentra expectante, queriendo saber qué va a ocurrir a continuación. Parece que esperamos -o deseamos- ver sangre, muerte y destrucción y, justo cuando parece que nos lo van a servir en bandeja, la magia del horror se rompe a golpe de broma.
Jeunet y Caro juegan de manera elegante con nuestro punto de vista, nos engañan y nos invitan a recorrer una vertiginosa escalera en la que hasta lo más descabellado puede tener lugar. Para finalizar, como en toda fábula, nos regalan un final feliz o moraleja a ritmo de violonchelo en un romántico tejado.